“Ay no suegro, no sé ni qué es lo que estoy haciendo”, murmuré sintiendo cómo las palabras se ahogaban en mi garganta. No era una súplica, ni siquiera una duda; era más bien una confesión de mi desconcierto, una última tentativa de aferrarme a la cordura antes de dejarme llevar por el abismo. Él, sin embargo, no parecía compartir mi angustia. Se limitó a mirarme con esa calma inquietante que siempre había envidiado en él, y con una voz que parecía venir de algún lugar profundo de su ser, respondió: “Hay cosas que es mejor no saberlas, pues a veces nos detienen y dejamos de hacer lo que nos gusta. Tú quieres esto, y yo más que nadie en este mundo también lo quiero.”
Su mirada era una mezcla de determinación y algo que no pude descifrar, algo que me hacía sentir sin nada, vulnerable, como si pudiera ver más allá de mi piel, hasta lo más profundo de mis deseos, esos que ni siquiera yo había reconocido. Me di cuenta de que no había vuelta atrás. En sus ojos encontré una especie de aceptación, una promesa de que pase lo que pase, estaba dispuesto a llevarme hasta el final de esta locura. Desde el lugar en que estaba, alcancé a ver lo que él tenía para mí, algo que me hizo tragar saliva con dificultad. La garganta seca, y el corazón palpitando en mis oídos, comencé a quitarme pieza por pieza, todo aquello que estorbaba para lo que venía. Cada prenda que caía al suelo era como un símbolo de rendición, un paso más hacia lo inevitable.
“¿Cerró bien la puerta?”, pregunté con un hilo de voz, tratando de posponer lo que sabía era inminente. “Eché doble llave por si las moscas”, respondió con una seguridad que me hizo estremecer. Todo estaba dispuesto y ya no había escape; pues yo misma no podía ya detenerme. Bueno, me dije a mí misma, pues esto es lo que buscabas, y lo has encontrado. Una frase que resonaba en mi mente como un mantra, una justificación, un intento de silenciar esa pequeña voz que gritaba que esto estaba mal, que algo terrible estaba a punto de suceder. Pero él estaba allí, observándome, esperando con tanta intensidad y su deseo era palpable; que Casi podía tocarlo en el aire.
Mis manos temblorosas comenzaron a desabotonar mi blusa, pero de repente, el timbre de la casa sonó, cortando la tensión del ambiente como un cuchillo. El sonido era insistente, desesperado, como si alguien estuviera pidiendo auxilio desde el otro lado de la puerta. El hechizo se rompió, lo que ya me había quitado, lo volví a poner de prisa, con los nervios a flor de piel, mientras me dirigía hacia la entrada. Al abrir la puerta, me encontré con mi concuña, la mujer del hermano de mi marido. Estaba nerviosa, casi temblando, sus dedos se retorcían entre sí, y apenas podía articular palabra, y la preocupación en su rostro me heló la sangre. “¿Qué pasó?”, le pregunté, pero no respondió. Solo se quedó allí, en el umbral, mirando hacia el interior de la casa con ojos desorbitados. Mi corazón latía con fuerza, con una mezcla de miedo y curiosidad. Llamé a mi suegro con la esperanza de que él pudiera manejar la situación mejor que yo.