Mi Esposo tenía ya los ojos abiertos cuándo yo desperté, yo me sentí afortunada pues pensé que ahora si iba a querer, ya saben. Era uno de esos momentos que podían convertirse en un abrazo apasionado, y yo sin perder la oportunidad, le dije. “Cariño ya que te despertaste antes de tiempo, ¿qué tal si aprovechamos y ya sabes…?” Mi sonrisa estaba de oreja a oreja, pues yo sí quería y teníamos tiempo de sobra.
Pero su reacción fue un golpe helado, su mirada cargada de disgusto, me atravesó como un látigo. “No puedes verme despierto porque enseguida piensas en mí como un objeto,” me dijo, y esas palabras me dejaron sin aliento. Había un reproche en su tono que resonó en lo más profundo de mi ser. Mi corazón se encogió, y fruncí las cejas, luchando por entender. “Pero cariño no te entiendo, Solo digo que es necesario que tú y yo tengamos nuestros… ya sabes.” Pero si no quieres, basta con que me digas que ahora no.
Quise decirle a mi Esposo que el Compadre sí Quería.
Quise decirle a mi esposo que la mujer del Compadre estaba más que satisfecha con su marido. Cada vez que nos encontrábamos, ella no podía evitar soltar un hilo de confidencias, con su voz suave y casi susurrante llenando los espacios entre nosotros. Me hablaba de sus escapadas al campo, de las noches de risas y caricias bajo la luz de la luna, y de cómo según ella, su marido le ofrecía todo lo que una mujer podría desear.
La mirada en sus ojos, llena de entusiasmo y satisfacción, me dejaba a menudo en un mar de dudas y reflexiones. Pero decidí callar, para no echarle más leña al fuego. aunque a veces el silencio es el refugio más seguro en un mar de incertidumbre. Sin embargo no podía evitar que una chispa de curiosidad se encendiera en mi interior. ¿Qué tipo de hombre era realmente el compadre? Me encontraba atrapada entre el deseo de conocerlo y la lealtad hacia mi esposo. No era fácil, pero las palabras de su esposa resonaban en mi mente, convirtiéndose en un eco inquietante.
La imagen del compadre fuerte y carismático, se insinuaba entre mis pensamientos, y la tentación de acercarme a él crecía como una sombra, seguramente que él sí quería todos los días. Atrapada en este torbellino emocional, sacudí la cabeza intentando disipar la confusión. “No, ten paciencia”, me dije en voz baja. La decisión de mantener la distancia era más fácil que la alternativa.
Mi Esposo no queria y dude del porque.
Pero ¿qué pasaba con mi propio matrimonio? Esa pregunta me atormentaba más de lo que me gustaba admitir. Cada vez que miraba a mi esposo, lo hacía con una mezcla de amor y sospecha. Las noches en que su ausencia se hacía más palpable, sus silencios más largos, me llevaban a cuestionar la estabilidad de nuestra relación.
Quizás debía averiguar lo que realmente estaba sucediendo entre nosotros, antes de aventurarme en la complejidad de otros corazones. La imagen de la mujer del compadre seguía acechándome, sus palabras envolventes en mi mente. A veces las preguntas son más peligrosas que las respuestas, pero ahí estaba yo, al borde de un precipicio emocional, dispuesta a saltar.
Mi Esposo se levantó de la cama, dándome un leve empujón que aunque suave, me hizo sentir como si me apartara de su mundo. La puerta del baño se cerró detrás de él, y el sonido del agua corriendo fue como un eco de mis pensamientos.
Me quedé en la habitación, atrapada entre el deseo y la desesperación. Aquello no era solo un malentendido; era una barrera invisible que se había ido formando entre nosotros con cada día que pasaba. Mientras el vapor del agua llenaba el baño, yo me dirigí a la cocina, pero mis ganas de preparar un desayuno delicioso se desvanecieron como un espejismo.
Mi Esposo se moletó porque se lo pedí.
El café, normalmente mi aliado, se convirtió en un ritual de agonía. La verdad era que no podía quedarme con las ganas. La idea de un mañanero había sido solo un intento de revivir algo que una vez ardía entre nosotros, pero la chispa parecía haberse apagado. Mientras los huevos chisporroteaban en la sartén, mi mente volaba hacia lo que había sido. Las risas compartidas, las miradas que decían más que mil palabras. Y aquí estaba yo, sintiendo que cada intento de acercamiento solo lo alejaba más. La culpa y la decepción me atormentaban como sombras que no se desvanecían.
Mi esposo se sentó a la mesa y tomó su desayuno, la cuchara chocaba suavemente contra el plato, como un eco de una rutina que parecía más un ritual que una elección. La atmósfera era densa, cargada de palabras no dichas y miradas esquivas. Tratando de romper el hielo, le pregunté: “¿Cariño el Compadre no te ofreció llevarte al trabajo?”.
La pregunta flotó en el aire, tensa y temerosa como un globo a punto de reventar. Mi Esposo me miró con esos ojos que alguna vez brillaron con complicidad, pero que ahora parecían un espejo opaco.
“Sí, pero ya tú sabes que a mí no me gusta que me hagan favores”, respondió con un tono que dejó claro que no quería. “No vaya a ser que después vaya a decir que por su ayuda, voy a crecer en la empresa. Porque si me llamaron para trabajar allí, es porque saben de mi buen desempeño en la compañía anterior”.
Mi Esposo no quiere la ayuda del Compadre.
Mi corazón dio un vuelco, pero intenté reprimir la punzada de frustración que me atravesó. “No pienses así cariño, Tú sabes que el Compadre siempre se ha mostrado muy buena persona con nosotros. Además, ya que trabajan en el mismo lugar, ¿no te vendría mal ahorrarte lo del transporte?”.
Porque yo sé que el compadre quiere hacerlo de buena manera. Su mirada se endureció, y fue como si un velo se cayera entre nosotros. “Pero tú te levantaste hoy con la intención de amargarme el día, ¿o qué te pasa?”. Su acusación me cortó el aliento, ¿Era realmente así? Todo lo que decía parecía caer en oídos sordos, y cada palabra que salía de su boca sonaba como una barrera más entre nosotros.
“No, para nada cariño, solo que veo que hay cosas que nos pueden servir como ayuda, eso es todo. Más bien, algo te pasa a ti, porque todo lo que digo te parece mal. Es como si me tuvieras como una desconocida y enemiga”. Las palabras salieron de mis labios como una súplica, pero él parecía cada vez más distante, más cerrado.
“¿Es que acaso ya te aburriste de mí, o ya te encontraste con alguien más? Porque tú no eres así conmigo”. La desesperación en mi voz se hizo palpable; No podía creer que estábamos aquí, en esta mesa, apenas a unos centímetros de distancia, pero tan lejos el uno del otro. Sacudió la cabeza en señal de negación, pero su expresión era de desdén. “Parece que me equivoqué contigo, Porque ahora veo que no estamos hechos el uno para el otro. Mejor me voy, y no te molestes en desearme suerte, porque tengo de sobra”, dijo con un desdén que me dejó helada; Y con esas palabras se marchó.
Mi Esposo se fue y el compadre llegó
La puerta se cerró tras él, y el silencio se apoderó de la casa. La luz del sol se filtraba a través de la ventana, pero en ese momento, todo parecía sombrío. Me quedé allí, con el eco de su voz resonando en mi mente, preguntándome en qué momento habíamos dejado de ser un equipo.
Me quedé detrás de la puerta, sintiendo cómo las lágrimas caían sin control. Cada suspiro profundo que tomaba parecía llevarse un poco de la fortaleza que me quedaba. Me preguntaba si habría forma de recuperar lo que se me había perdido sin haberlo descuidado. Era posible recuperar la sonrisa que había desaparecido, el brillo en los ojos que había dejado de ser mío. Pensaba en todo eso, en los recuerdos que se agolpaban, cuando de repente el timbre de la casa sonó, como un llamado que interrumpía mi tormento.
Me limpié los ojos con la manga de mi blusa, disimulando en lo posible mi estado, y abrí la puerta. Allí estaba él, mi Compadre, con su sonrisa habitual que parecía iluminar incluso los días más grises. “Buenos días comadre, ¿Cómo amaneció?”, me preguntó sin percibir la tormenta que se desataba en mi interior. “Estoy bien compadre, todo bien”, respondí bajando la mirada para que no notara la hinchazón de mis ojos.
Pero hay cosas que no se pueden ocultar, y mi Compadre que siempre había tenido un don para ver más allá de las palabras, me observó con preocupación. “¿Le pasa algo comadre?”, inquirió con un tono más serio.
Quise disimular pero el Compadre se dio cuenta.
“No compadre, nada”, contesté sintiéndome atrapada entre la necesidad de desahogarme y el miedo a la vulnerabilidad. “Si venía en busca de mi marido, ya hace unos quince minutos que salió. Quizá aún esté en la parada de buses, le dije.” Se quedó callado un momento, como si pesara mis palabras. “Sí comadre, es que me tardé un poco, Pero en carro se llega pronto al trabajo”, dijo, intentando aliviar el silencio que se había instalado entre nosotros. Pero algo en su mirada no se apartaba de mí.
“¿Por qué está llorando comadre?”, “No compadre no estaba llorando”, repetí, aunque sabía que mis ojos desmentían mi respuesta. Él con una delicadeza inesperada, me tomó del mentón y levantó mi rostro. “Pero si tiene los ojos brillosos y rojos”, comentó, la preocupación ahora mezclándose con una empatía que me hizo temblar. “Se nota que sí estaba llorando comadre. Si hay algo que yo pueda hacer, no dude en decírmelo. O quizá solo necesite ser escuchada, pues también estoy aquí para ofrecerle mi hombro.”
La sinceridad de sus palabras me conmovió, y antes de que pudiera reaccionar, sacó su teléfono. “Déjeme hacer una llamada para avisar que llegaré un poco tarde”. Sin más, entró a la casa, y yo no me opuse; lo dejé entrar, como si en su presencia pudiera encontrar una respuesta a la confusión que me dominaba.