Lo que me enseño mi Suegro me cambió la vida.

Mi Suegro tarareaba suavemente una canción vieja mientras se duchaba, y el eco del agua corriendo se mezclaba con la melodía de su voz.  Me encontré atrapada en mis pensamientos mientras caminaba por el pasillo. “Qué afortunado es”, pensé, con esa despreocupación que parecía envolverlo siempre.  Ojalá y así fuera mi marido, porque ahora mismo yo estuviera con él refrescándome bajo las gotas de agua tibia, y quizá algo más, quizá algo más dije en un suspiro profundo.   

Pero no es así, pues Yo sentía que mis preocupaciones se acumulaban como un peso invisible sobre mis hombros, haciéndome cada vez más difícil respirar.  Quisiera que hubiera una manera para que mi marido aprendiera un poco de su padre.  Hasta este momento nunca pensé que mi Suegro me enseñaría algo más de lo que esperaba. 

Pasé junto al baño y vi que la puerta estaba apenas entreabierta, como una invitación inesperada. La luz que se colaba por la pequeña abertura dibujaba la silueta de mi suegro sobre la pared húmeda. No era más que una figura borrosa y casi etérea, pero la curiosidad se apoderó de mí de una manera inexplicable. Algo en su serenidad y esa sensación de libertad, aunque fuese dentro de esas paredes, me atraía como una fuerza inevitable. 

Me acerqué sin saber muy bien por qué, notando cómo mi respiración se volvía cada vez más errática, acompañando el ritmo acelerado de mi corazón. Fue como si por un instante desconociera las formas del cuerpo humano, como si aquella figura fuese una revelación oculta y misteriosa. Aunque a decir verdad, todos sabemos lo que queremos ver en esas circunstancias.

Mi Suegro no se imaginaba que yo estaba allí.

Mientras daba un paso más, los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. Estaba tan cerca, casi rozando la puerta, cuando de pronto la voz de mi marido resonó por la casa con ese tono al que ya me había acostumbrado, un tono seco y desapasionado. “¿Dónde estás?”, preguntó, y sentí cómo una especie de frío que me recorría el cuerpo, como si acabara de despertar de un sueño prohibido. Ese tono cargado de una indiferencia sutil pero hiriente, me recordaba el dolor de estar atrapada en una relación que me consumía poco a poco.

Sentía cómo cada palabra suya me alejaba más de él, convirtiéndome en una especie de objeto, algo que simplemente formaba parte del mobiliario, una presencia que parecía pasar desapercibida.  “¡Ya voy!”, respondí rápidamente, intentando que mi voz sonara normal, aunque un leve temblor la traicionó. Di media vuelta para marcharme, pero antes de dar dos pasos escuché la voz grave y sorprendida de mi suegro detrás de la puerta.  ¿Cómo?, ¿Hay alguien allí?, preguntó con un tono entre extrañado y divertido.

El corazón me dio un vuelco, me había olvidado completamente de lo cerca que estaba de la puerta, de lo obvio que sería mi presencia allí. Retrocedí apresuradamente, casi tropezando con mis propios pies en mi prisa por alejarme, intentando borrar cualquier rastro de mi curiosidad inexplicable.

Mi Suegro y mi esposo casi me descubren en esto.

Apenas crucé el pasillo, me detuve para respirar profundamente, apoyando una mano temblorosa en la pared, intentando calmar el tumulto de emociones que se desataba dentro de mí. No podía entender qué me había llevado a hacer aquello, por qué esa figura en la ducha había captado mi atención de esa forma. Era como si una parte de mí estuviera buscando algo, algún tipo de respuesta, algún refugio en medio de la indiferencia en la que estaba sumida mi vida con mi esposo.

Me quedé en el pasillo por un instante, con la mirada perdida y la mente revuelta. Sentía un vacío cada vez mayor cuando pensaba en mi marido, en esa relación que se había marchitado, en las palabras no dichas, en los silencios prolongados que se apoderaban de nuestra casa como sombras cada vez más densas. Pero había algo en esa escena en el baño, en la despreocupación de mi suegro, en su risa fácil, que parecía ofrecerme un escape, aunque fuera momentáneo, de aquella melancolía.

Mi Esposo dijo que esperaramos a mi Suegro para esto.

Le pregunté a mi Esposo si le servía o esperaría a mi Suegro.  Mi marido me dijo: esperemos a mi papá, ya solo se ha de estar arreglando.   Observé a mi esposo sentado frente a mí, distraído con la mirada ausente y los dedos tamborileando sobre la mesa. El reloj en la pared marcaba las nueve de la mañana.  Respiré profundo y decidí intentarlo una vez más. “Cariño,” le dije en un tono suave, buscando que nuestros ojos se encontraran, “¿no crees que sería bueno que saliéramos a algún lugar y la pasáramos juntos? Hace tanto que no tenemos un momento para nosotros…

¿Tal vez al parque, quizá a tomar un helado o al cine? Podríamos ver algo de romance, o si prefieres una de esas películas intrigantes que tanto te gustan”.  O simplemente sentarnos en el parque y escuchar el cantó de los pájaros.   Lo vi levantar la vista apenas, mirándome con un desaire que me atravesó como una hoja de papel desgarrándose. Mis palabras parecían resbalar en el aire, y antes de que pudiera siquiera percibir algún gesto de comprensión en su rostro, él suspiró y dijo en voz baja: “Para pájaros y películas estoy yo.”

Luego con una frialdad que me hizo estremecer, añadió: “Más bien pasa una servilleta, que este lado de la mesa está mojado.” El nudo en mi pecho creció, y mis manos se crisparon alrededor de la servilleta. Sentí la furia en mi garganta, y las palabras listas para salir en un torrente incontenible de reproches y dolor.  Pero justo en ese momento, el teléfono de mi esposo sonó. Él ni siquiera se molestó en mirarme; me hizo una seña rápida, como si me pidiera silencio y se levantó de la mesa.

Quisé decirle a mi Esposo esto.

Lo seguí con la mirada mientras se dirigía al jardín, y vi cómo una sonrisa se dibujaba en su rostro al contestar la llamada. ¿Quién podría estar al otro lado de la línea? Esa sonrisa, llena de algo que hacía mucho tiempo no me dedicaba a mí, me dejó un sabor amargo en la boca. Las dudas me golpearon como una ola, y me pregunté. ¿Cuándo fue la última vez que había visto esa expresión en su rostro? Mis pensamientos se debatían entre la furia y el dolor, entre preguntas que tal vez ya sabía la respuesta, pero que no quería admitir.

En medio de mi mar de emociones encontradas, escuché la voz de mi suegro: “¡Ya llegué!”, ya estoy aquí dijo en un tono juguetón, característico de él. Era su forma de aparecer, ligera, burlona, como si cada ocasión fuese un reencuentro divertido. Entró en el comedor y me dirigió una sonrisa cálida, casi paternal, que contrastaba con la frialdad que acababa de experimentar con su hijo.  Mi suegro se acercó y con una simpatía que siempre lograba desarmarme, puso una mano en mi hombro. “¿Todo bien por aquí?”, preguntó mirándome con atención.

Su tono era casual, pero sus ojos parecían indagar en lo profundo de mi alma. Sentí una punzada en el pecho, como si él pudiese leer el dolor que llevaba guardado.  “Todo bien, solo esperándolo para comer,” respondí con una sonrisa forzada.

Mi Suegro no se imagina nada de esto.

Observó de reojo hacia el jardín, donde su hijo aún conversaba por teléfono, riéndose de algo que solo él y su interlocutor parecían entender. Mientras tanto en mí algo oscuro y ácido comenzó a crecer.  La sensación de que estaba compartiendo a mi esposo con alguien más se hizo imposible de ignorar. ¿Era esto lo que habíamos llegado a ser? Un matrimonio donde las palabras se habían vuelto frías, y donde la distancia se medía en silencios y miradas ausentes. 

Mi suegro soltó mi hombro, y con una calma que casi me resultaba envidiable, se sentó en la cabecera de la mesa, sirviéndose un poco de agua. “¿Y tú cómo estás querida?”, preguntó mirándome con un interés genuino que me desconcertó.  “Bien, creó que estoy bien”, respondí de manera automática, sintiendo que mis propias palabras se desvanecían en el aire. Luego en un impulso añadí, “Solo…a veces siento que las cosas ya no son como antes.”

Mi Suegro descrubre esto.

Él asintió lentamente, como si supiera exactamente a qué me refería. “Los matrimonios tienen sus altos y bajos,” dijo observándome con una expresión serena. “A veces es cuestión de hacer pequeños cambios, pequeños esfuerzos que aunque parezcan insignificantes, pueden lograr mucho.” Esa forma de ser de mi Suegro fue lo que me enseño hacer cambios, pero no con mi marido, sino con él, pero todavía queda que te cuente como fue. 

Quise hablar, confesarle el peso de mis dudas, la soledad que me envolvía en las noches cuando mi esposo se perdía en su teléfono, o se ausentaba con cualquier excusa. Pero me contuve, sintiéndome ridícula por siquiera considerar exponerme así. En ese instante mi esposo regresó del jardín, con su expresión tan neutral como siempre, aunque sus ojos destilaban el rastro de una emoción que yo ya no parecía provocar en él.

Mi Esposo se dirigió a mi Suegro y le dijo: papá creo que voy a dejarlos solos, porque tengo algo muy importante que hacer.  Y mirándome a mí dijo: “No te preocupes en guardarme comida”. No había razón aparente para su partida tan repentina. Pero lo cierto es que tras esa puerta que se cerraba tras él, se iba con parte de mí, dejando en su lugar una nube de preguntas sin respuesta. Mi suegro que había presenciado la escena en silencio, levantó la vista y se dirigió a mí marido.

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