Mi Hija se encontraría conmigo después de doce años. Ella ya era una mujer hecha y derecha y su anhelo es convertirse en profesional de la salud. Por tal motivo me rogó que la dejara quedarse en mi casa, mientras estudia su carrera. Mi Esposo estuvo encantado en la idea de tenerla en casa. Pero yo nunca pensé que al final esto resultaría así. Me acerqué a Mi Esposo despacio, disfrutando del leve eco de mis pasos sobre el suelo.
Mi Marido al verme se sobresaltó, y yo no pude evitar sonreír ante su sorpresa. Se había perdido en un mundo de recuerdos, sentado en el sofá, con las piernas cómodamente alzadas sobre la mesa de centro, y el álbum de fotos en sus manos. No era muy común que se detuviera a hojear mis cosas, pero había algo en su expresión, una mezcla de nostalgia y asombro, que me hizo preguntarme qué habría encontrado entre esas viejas fotos. Oye ¿qué es lo que te tiene tan concentrado?, le dije a mi Esposo en tono de broma, inclinándome para observar mejor el álbum.
Mi Esposo pensaba en mi hija.
Mi Marido cerró el álbum de golpe, como un pequeño atrapado haciendo una travesura. Y una risita nerviosa se le escapó de sus labios antes de responder, como si no supiera bien qué decirme. Nada solo…me encontré este álbum tuyo, ya sabes, recordando un poco. Pero no era cualquier álbum, era el que guardaba las fotos de mi hija, su historia en imágenes: sus primeras sonrisas, los cumpleaños, los viajes que habíamos hecho solo nosotras, esos momentos cuando ella aún cabía en mis brazos y no había preocupación en el mundo.
Pero él estaba en las viendo las últimas fotos que había en el álbum, aquella donde ya está hecha una mujer. Vaya que los años no pasan en vano, murmuró pasando sus dedos por la tapa cerrada. Tu hija está hecha toda una mujer, recuerdo cuando la conocí…y mira el cambio que ha dado. Qué bueno que al fin podemos echarle una mano; sé que necesitaba este impulso, y que por fin entienda lo nuestro.
Las palabras de mi esposo me llegaron con un eco suave y comprensivo, pero también escondían algo que me inquietaba. Me pregunté si él de verdad había notado cuánto significaba para mí que él apoyara a mi hija, pero sobre todo, que entendiera que mi hija siempre sería una parte vital de mi vida. Suspiré tratando de ahogar una mezcla de gratitud y de una leve inquietud que no lograba identificar.
Mi Marido muestra felicidad al saber que mi Hija llegaría a casa.
Tienes razón cariño, gracias…gracias por ser tan comprensivo conmigo y con ella. Mi Esposo asintió y me dedicó una sonrisa cálida, mientras cerraba el álbum y lo colocaba cuidadosamente sobre la mesa. Me preguntaba si él también sentía lo extraño que era tener estos momentos de paz, de tranquilidad. Era como si de algún modo, el hecho de que mi hija al fin aceptara nuestra relación le diera a todo un cierre simbólico. Había sido un proceso lento, y a veces agotador, pero mi esposo no se había rendido, y eso, en secreto, era algo que le agradecía con cada mirada.
Al final de cuentas ya somos familia, ¿verdad?, dijo acercándose a mí para darme un suave beso en la frente. Asentí, aun sintiendo esa mezcla de emoción y cierto nerviosismo. Bueno, creo que voy a arreglarme un poco, continuó él. Imagino que tu hija no debe tardar mucho en llamarte. Sí, me dijo que me avisaría cuando estuviera a unos treinta minutos de la estación. Él se detuvo un momento, mirándome, y entonces con un tono que yo ya conocía bien, agregó: Y tú…¿no piensas arreglarte un poco?, Después de todo es tu hija la que llega.
Mi Esposo se arregla para esperar a mi hija.
Miré mi atuendo, no tenía ninguna prenda especial, solo ropa cómoda para el día a día, me encogí de hombros. Ya me conoces, No voy a perder tiempo en arreglarme si tengo tantas cosas por hacer, respondí intentando sonar indiferente. Él soltó una risita y negó con la cabeza. Bueno como quieras, veo que estás decidida a mantenerte ocupada, Yo voy a cambiarme, y luego te veo. La estación de tren estaba repleta de viajeros que iban y venían, con maletas y rostros agotados por el viaje.
Mi Hija y mi Esposo se dan la bienvenida.
Mis ojos se perdieron entre la multitud, hasta que distinguí a mi hija levantando la mano para saludarnos. La vi avanzar con una seguridad que me sorprendió, como si llevara años practicando aquella caminata llena de fuerza y elegancia, y al mismo tiempo, había algo en su figura que me recordaba a mí misma en mi juventud. El vestido negro que llevaba se ajustaba a sus curvas de una manera que me parecía demasiado atrevida; la tela se deslizaba sobre su cuerpo, acentuando una figura que no dejaba nada a la imaginación, y de repente, un leve malestar se apoderó de mí.
Ese vestido, el chongo alto en su cabello, los aretes dorados que se balanceaban con cada paso… todo en su apariencia hablaba de una confianza que yo, como madre, no sabía si estaba del todo preparada para ver.
Mi esposo la observaba con una sonrisa de orgullo, y antes de que ella pudiera siquiera llegar a nuestro lado, se adelantó para ofrecerle tomar las maletas. “Déjame ayudarte querida”, le dijo estirando una mano hacia las asas. Pero ella, con un gesto divertido, le respondió: “Antes de que tomes mis maletas, dame un abrazo”.
Mi marido sonrió, y se acercó a abrazarla con una intensidad como la de un padre que ha extrañado profundamente a su hija, pero él no era su padre. Cuando sus brazos la rodearon, noté cómo su mano derecha descendía ligeramente hacia su espalda descubierta, y vi sus dedos moverse de un modo que no sabría describir.
Sentí celos de mi Hija al verla con mi Esposo.
Sentí un escalofrío recorrerme, un pinchazo incómodo en el pecho que apenas pude identificar. ¿Era celos, incomodidad o desconfianza? No podía definirlo, pero algo no se sentía del todo bien. Al verlos allí, tan cercanos y perdidos en su propio abrazo, sentí un peso que no había experimentado antes. Quizá estaba siendo paranoica, tal vez era solo la falta de costumbre de ver a mi hija tan madura, tan cambiada desde la última vez que la habíamos visto. Aun así, esa escena me resultaba extraña, como una pieza fuera de lugar en una imagen perfecta.
Suspiré intentando ignorar mis pensamientos, y después de un par de segundos, me acerqué para unirme al abrazo. Rodeé a mi hija y sentí el calor de ambos, su fragancia familiar y el latido apresurado de mi corazón. Cuando abrí los ojos, de nuevo mis pensamientos regresaron al vestido: su espalda estaba prácticamente al aire libre, dejando al descubierto la piel tersa que relucía bajo las luces de la estación.
La mano de mi esposo seguía en su espalda, en una caricia que me pareció un tanto prolongada. Volví a sentir ese extraño cosquilleo de incomodidad en la nuca, así que me separé con una sonrisa forzada.
Dedicí intervenir en el abrazo entre mi Hija y mi Esposo.
“Bueno nos vamos para la casa hija”, dije buscando recomponerme. Ella me sonrió y con un gesto natural, me tomó del brazo mientras avanzábamos hacia la salida. Mi esposo venía detrás de nosotras, cargando las maletas, y pude notar cómo sus ojos seguían los movimientos de mi hija mientras caminaba, su mirada se perdía en sus pasos, casi embelesado. Traté de desviar mis pensamientos. Quizá solo estaba siendo demasiado sensible, quizás mi incomodidad era una exageración. Pero no lograba quitarme de la mente la imagen de sus dedos, moviéndose lenta y suavemente sobre la espalda de ella.
Mi Esposo mira con disimulo a mi hija.
Durante el camino a casa, el silencio en el auto fue casi palpable. Mi esposo intentaba mantener la conversación ligera, hablando de los lugares que visitaríamos, de los planes juntos que habíamos esperado tanto tiempo. Y sin embargo cada vez que miraba el espejo retrovisor, lo encontraba observando a mi hija, quien despreocupada, se ajustaba el pelo o miraba distraída por la ventana.
Era la primera vez que me encontraba en esta situación, una primera vez que me hacía cuestionar mis propias emociones. De regreso en casa, mientras mi hija subía a la habitación que habíamos preparado para ella, me quedé en la cocina con mi esposo. Lo observé mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba sobre una silla, sus movimientos tranquilos, ajenos a mis pensamientos inquietos. No quería decir nada, no quería generar un problema donde no lo había, pero algo en mi interior pedía respuestas, aunque no supiera bien cuáles.
“Se ve diferente, ¿no te parece?”, le dije buscando una forma de aliviar la tensión que me corroía. “Sí claro…se ha convertido en una mujer hermosa”, respondió él, con una mirada que evitaba la mía. Esa afirmación debería haberme tranquilizado, pero solo añadió a mi confusión. ¿Era yo la que estaba viendo fantasmas donde no los había? Tal vez lo mejor era ignorar ese sentimiento y seguir adelante y disfrutar de este reencuentro.
Mi Hija no le gusto lo que le dije.
Entré a la habitación de mi hija, tocando apenas la puerta antes de cruzar el umbral. Estaba parada frente al espejo, ajustando el tirante de su vestido, uno de esos que para mi gusto, dejaban poco a la imaginación. Hija, comencé procurando que mi voz sonara suave, no quiero que pienses que apenas llegas y ya estoy…molestándote.
Pero si me permites quisiera darte un consejo. Ella se giró con esa expresión que mezcla la paciencia con la exasperación, algo tan característico de su juventud, como si ya supiera lo que iba a decirle. No pude evitar notar el brillo en sus ojos, tan llenos de vida y confianza, una especie de desdén hacia cualquier cosa que ella considerara anticuada.
Claro mamá, dime qué es lo que no estoy haciendo bien, dijo con ese tono ligero, pero con el trasfondo de impaciencia que revelaba lo poco que valoraba mi opinión. Tomé aire y cuidando cada palabra, intenté sonar lo más comprensiva posible. No es que estés haciendo algo mal. Es solo que… creo que no deberías ponerte esos vestidos tan… ya sabes, tan llamativos. A veces eso puede verse como una invitación a los ojos ajenos.
Y no quiero que nadie te falte al respeto. Ella se echó a reír, como si acabara de escuchar el comentario más absurdo del mundo. Sentí un pequeño nudo en el estómago, una mezcla de preocupación y desilusión, al ver su reacción tan despectiva.