Mi yerno estaba sentado al borde de la cama, con la cabeza agachada y las manos cubriéndole el rostro. No sé qué estaba pensando, pero lo que sí sabía con certeza es que estaba atravesando un dolor tan profundo que parecía que se lo tragaba la tierra. Sentado allí, en silencio, Mi Yerno parecía un hombre derrotado. La verdad, no sé por qué no intervenía, por qué no me acerqué a su puerta y les pedí que bajaran la voz.
Pero algo me detuvo, algo dentro de mí sabía que ese momento era inevitable, que no podía interferir. Mi hija sin embargo no se detuvo. Estaba furiosa, desbordada por una rabia que no había mostrado jamás. Le habló con un tono cortante, como si cada palabra fuera un puñal que buscaba herir. «Así es que tomas tus cosas ahora mismo y te me vas de esta casa», dijo, como si estuviera despidiendo a un extraño, y no al padre de sus hijos.
«Porque ahora sí me encontré al hombre que si me da lo que quiero, y lo que merezco. No como tú, que apenas y podemos comer con lo que ganas. Si no fuera por mi madre, ya nos hubiéramos muerto de hambre». La dureza de su voz me atravesó como una espada. Nadie, ni siquiera yo, habíamos llegado a imaginar que todo lo que había en su corazón se había convertido en veneno.
Mi Hija fue muy dura con mi Yerno.
Mi hija dio un paso más, como si necesitara herir con cada palabra. «Y para que sepas», continuó con ese tono seco y cortante, «ese hombre sí sabe darme lo que quiero. No como tú, que siempre vienes cansado, diciendo que haces horas extras en el trabajo». Fue como si me clavaran una daga en el pecho.
No quería escuchar más, pero el dolor de su voz, tan llena de desprecio, me obligó a quedarme allí, inmóvil, como una espectadora de algo que nunca imaginé que pasaría. De repente la puerta de la habitación se abrió con violencia, y en un segundo vi cómo unas camisas y pantalones volaban, lanzados con furia desde el dentro de la habitación.
La escena era absurda, pero a la vez tan real que me descolocó. La ropa de mi yerno caía como una lluvia desordenada, como si se deshiciera de todo lo que alguna vez había representado. Mi hija, enfurecida, no mostraba ni un atisbo de remordimiento, sólo esa mirada dura, implacable.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, inmóvil, escuchando y sintiendo cada palabra. Decidí no intervenir, porque sabía que no estaba en posición de hacerlo. Cerré la puerta de mi habitación con la misma suavidad con la que abrí, sin hacer ruido, sin querer que ninguno de los dos supiera que había estado escuchando. Pero lo cierto es que no sabía qué hacer, ni cómo reaccionar ante lo que acababa de presenciar.
Mi Yerno se defiende de esta manera.
Y entonces escuché la voz de mi Yerno. Esa voz, normalmente tan tranquila y pacífica, ahora sonaba quebrada, rota. «Sabes que lo que estás haciendo conmigo, ese hombre lo va a hacer contigo después», dijo, con una calma inquietante. La amenaza estaba allí, oculta entre las palabras, entre la impotencia de un hombre que había dado todo por una mujer que al parecer, ya no lo veía como su pareja, sino como una carga.
«Yo nunca te he faltado al respeto, y siempre busqué tu bienestar», continuó, casi susurrando. «Y tienes razón, no tengo tanto. Pero lo que te daba te lo daba con mucho gusto y cariño. Pero antes de que me vaya, debo hablar con tu madre, porque no quiero que ella piense que son cosas mías, o que yo soy un hombre irresponsable».
Mi hija sin embargo, no estaba dispuesta a escuchar ninguna de sus razones. «No tienes nada que hablar con mi madre», replicó con frialdad. «Y mejor si te vas ahora mismo, porque no quiero que ella te vea más». Con esa sentencia, mi hija lo echó, como si todo lo que había sido, todo lo que habían compartido, se desvaneciera de repente. Yo, desde mi habitación, apenas podía respirar. Mi cabeza, que me había estado martillando desde la mañana, estalló en un dolor insoportable. Me llevé la mano a la frente, tratando de apaciguar el dolor, ese dolor que me había impedido ir a trabajar, pero ahora no era sólo físico.
Decidí esonderme en mi habitación.
El peso de lo que acababa de escuchar me aplastaba. Sentí como si el aire se hubiera vuelto denso, pesado, como si todo a mi alrededor se estuviera colapsando. Ahora que lo pensaba, ninguno de ellos sabía que yo había estado allí, que había sido testigo de todo. Pues regularmente salgo bien temprano al trabajo, pero esa mañana el dolor de cabeza no me dejó ir.
Decidí quedarme en mi habitación, en un intento de no involucrarme en nada, de no ser parte de esa lucha que ya no era mía. Tenía que esperar a que cada uno de ellos se fuera a trabajar, a que la casa quedara vacía, y entonces, quizás, podría encontrar la manera de recomponer los pedazos de lo que acababa de presenciar. Pero el silencio que llenaba la casa no me daba tregua.
El eco de las palabras de mi hija, tan llenas de desprecio, me seguía golpeando. Y la de él, tan dolida, tan sincera, como si aún creyera que había una forma de salvar algo de lo que quedaba entre ellos. Mi hija salió y solo escuché su voz por el pasillo, una voz que intentaba ser firme, pero que no lograba esconder la rabia contenida, como si cada palabra estuviera cargada de una herida aún fresca. «Cuando regrese, no quiero ver nada tuyo en mi habitación», dijo. Esas palabras, tan tajantes retumbaban en mis oídos con un eco que no se desvanecía.
Mi yerno se derrumba entre lagrimas.
Mi corazón se apretó al escucharla, pero lo que realmente me heló fue lo que sucedió después. Me acerqué a la ventana de mi habitación, una ventana que siempre había sido mi refugio, el único lugar donde podía observar sin ser vista. Moví la cortina con cuidado, un gesto tan sutil como si temiera que el aire mismo pudiera delatarme.
Al principio no vi nada, solo la sombra de la puerta que mi hija había cerrado tras ella. Pero entonces, al enfocar mi vista, lo vi. Mi yerno estaba de pie en el umbral de su habitación, mirando hacia el vacío, como si estuviera esperando que el mundo fuera a cambiar, pero nada lo haría.
Respiró profundo, su pecho se hinchó como si intentara contener todo el dolor que sentía, y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Luego, no pudo evitarlo y Un grito escapó de su garganta, un grito desgarrado, tan lleno de impotencia que hizo que mi propio cuerpo temblara. Las lágrimas brotaron sin previo aviso, desbordándose por su rostro y empapando su barba recién recortada. Aquellas lágrimas, caían lentamente, como si quisieran contarlo todo, como si las palabras no pudieran expresar lo que su alma llevaba dentro.
mi Yerno guarda sus cosas en una bolsa.
El dolor me atravesó, fue como si Yo fuera la que estaba en sus zapatos, tan intensamente que me vi obligada a tragar saliva para calmarme. Fue un dolor tan profundo que me dejó sin aliento, como si el peso de su tristeza fuera algo que yo también cargara. Vi cómo temblando comenzó a agacharse para recoger las prendas que yacían tiradas en el suelo, vestigios de lo que alguna vez fue un amor compartido, de lo que alguna vez fue una promesa.
Las levantó con sumo cuidado, como si no pudiera creer lo que le estaba pasando. Tomaba cada pieza, una por una, y las colocaba sobre sus hombros, en un intento supongo de aferrarse a algo que se le escapaba. Vi cómo se detuvo al final del pasillo. Ahí, frente a la puerta de la calle, sacó una bolsa negra del bolsillo de su chaqueta. Estaba tembloroso, como si el simple hecho de empacar su vida en esa bolsa fuera un acto de rendición, un último suspiro de algo que ya no podía salvarse.
No dije nada, Mi boca estaba sellada, pero mi mente gritaba, mi corazón era un campo de guerra entre el anhelo de intervenir y la necesidad de no hacerlo. Vi cómo arrojó toda su ropa dentro de la bolsa, sin mirar atrás. Parecía como si todo lo que había compartido con mi hija ya no tuviera valor, como si la relación que habían tenido se desmoronara con la misma facilidad con la que lanzaba sus pertenencias a la bolsa.
Me puse a pensar en todo lo que mi Yerno sacrifico por mi hija.
Cuando terminó, no hubo más palabras. Solo el sonido de sus pasos, cada vez más distantes. Caminó hasta la puerta de la casa, y allí se detuvo un momento, como si quisiera decir algo, pero no encontró las palabras. Finalmente puso la bolsa al lado de la puerta, y salió sin llevarse nada.
Yo sabía muy bien que si mi hija había conseguido un trabajo tan bueno, había sido gracias a su marido. No lo decía en voz alta, claro, pero nadie podía ocultar lo evidente. Él había trabajado hasta el agotamiento para pagar sus estudios. Había sido un sacrificio de dos, pero con el tiempo, el desgaste de ese esfuerzo había sido mayor para él. Ella nunca lo entendió completamente, o tal vez en su mundo perfecto, nunca lo quiso ver.
Ahora ella tenía un buen trabajo, un trabajo que parecía haberla elevado por encima de todos nosotros. Y por supuesto, en cuanto se sintió segura, se olvidó de lo que realmente importaba. Se olvidó de quién la había ayudado a llegar hasta allí. Me preguntaba, cada vez que la veía salir con esa sonrisa arrogante, si algún día recordaría lo que su Esposo hizo por ella.
Si alguna vez sentiría esa pequeña chispa de gratitud que te quema por dentro y que nunca se apaga. Pero no, no lo hacía, Y eso, me dolía más de lo que podría explicarse.
Mi hija y su nuevo compañero.
La migraña ya me estaba atormentando. Así que salí a la cocina, buscando algo que calmara ese dolor que se había instalado en mis sienes. Me serví un vaso de agua y tomé la pastilla. No tenía ganas de hacer nada más, pero el sonido de la puerta de la calle me hizo levantar la cabeza. La risa de mi hija se coló, suave, como un eco familiar, y el corazón me dio un pequeño salto. Esa risa… esa risa era la de ella, sin lugar a dudas.
Pero algo era distinto, la risa estaba acompañada de una voz que nunca había escuchado antes. Mi pulso se aceleró, y casi sin darme cuenta, me levanté y me asomé a la puerta de la cocina, con la esperanza de que lo que estaba escuchando no fuera lo que realmente pensaba. Vi a mi hija, con su risa tan característica, junto a ella, un hombre Alto. Con el cabello bien recortado, sus ojos brillaban con una intensidad que me incomodaba.
Su corbata, bien ajustada al cuello, la misma corbata que los hombres de la alta sociedad suelen llevar para sentirse superiores, fue aflojada lentamente por mi hija. El corazón me dio un vuelco, no entendía qué estaba pasando, pero algo en mi interior me gritaba que no era bueno. De pronto, me sentí observada, como si todo aquello no fuera más que una escenografía en la que yo no era más que una espectadora incómoda.