Mi Yerno y mi Hija me dijeron que me esperarían junto a la piscina. Se apura suegra me dijo mi Yerno, porque hay que aprovechar cada segundo de este descanso. Hasta este momento yo ni me imaginaba lo que mi Yerno tenía pensado, y mucho menos que me dejaría con la boca abierta.
Sentí la brisa cálida acariciar mi rostro, mientras el sol a pesar de la hora temprana, comenzaba a quemar mi piel expuesta. Me encontraba allí, en una piscina rodeada de extraños, y lo único que pasaba por mi mente era lo fuera de lugar que me sentía. No había planeado esta escapada, y mucho menos el tener que usar un traje de baño.
La incomodidad de la prenda sobre mí.
Mi hija, como buena anfitriona, me había prestado uno de los suyos, pero apenas me lo puse frente al espejo supe que no era el indicado. El traje era mínimo, de un color fucsia brillante que resaltaba con fuerza contra mi piel pálida. Era una prenda que tal vez le habría quedado perfecto a una chica joven, alguien con confianza, pero yo… yo me sentía expuesta.
Al bajar las escaleras hacia la piscina, el sonido del agua chapoteando y el eco de risas se hicieron más intensos, como si cada sonido fuera dirigido hacia mí, como si el murmullo de las personas a mi alrededor contuviera algún juicio disfrazado. Me senté en una tumbona a un costado, queriendo pasar desapercibida.
Sin embargo, mi plan falló tan pronto cuando vi a mi Yerno sentado justo al frente, me lanzó una mirada que parecía atravesarme. Sentí su atención fija y descarada, y algo dentro de mí se revolvió incómodo. Había algo en la forma en que sus ojos viajaban por mi cuerpo que me hizo querer cubrirme.
La mirada de mi Yerno me pone nerviosa.
Mi hija, al darse cuenta de mi inquietud, pero sin saber la razón, me preguntó despreocupada: ¿Por qué no te metes al agua mamá?, Relájate un poco. Ella estaba ya sumergida en la piscina, salpicando agua con los pies, mientras me observaba desde abajo. Su cabello mojado caía en suaves ondas sobre sus hombros, y sonreía sin preocupación, como si el día fuera perfecto.
No hija… Prefiero quedarme aquí, o más bien creo que me voy a cambiar, respondí incómoda, tratando de evitar que mi voz delatara lo tensa que me sentía. Ella soltó una risa suave casi musical, mientras señalaba a la chica que estaba en la piscina enfrente de nosotras, una mujer joven con un traje de baño tan ajustado que parecía dibujado sobre su piel. Mira a ella mamá; si alguien se está robando las miradas, es esa chica, no tú.
Además, no entiendo por qué te preocupas tanto, si vieja no estás, ¿te has visto al espejo?, tienes mucho más que lucir. La manera en que lo decía, tan despreocupada, me hizo sonreír por un momento. Ella no entendía cómo me sentía, pero me gustaba su intento de hacerme sentir mejor. Aunque en el fondo, sus palabras no podían borrar la inquietud que hervía dentro de mí.
Observando a mi yerno de reojo.
Volví a mirar casi de manera involuntaria, hacia donde estaba mi yerno. Ahí estaba él, sentado con los codos sobre las rodillas, y una sonrisa ladeada que me provocaba una mezcla de incomodidad y desconcierto. Sus ojos seguían fijos en mí, no en mi hija ni en la chica del traje dibujado. Su mirada era como un toque invisible que recorría cada centímetro de mi piel expuesta.
Traté de ignorarlo, de centrarme en cualquier otra cosa, pero cuando finalmente lo miré a los ojos, hizo un gesto que me dejó helada: un guiño, seguido de un pulgar en alto, como si estuviera aprobando lo que veía.
El sonido de la gente alrededor se apagó, el murmullo de la conversación se volvió un eco lejano. Era como si todo se hubiera reducido a esa fracción de segundo en que él me hizo esa señal, tan clara y tan atrevida. Me erizó la piel, no de una manera desagradable, sino con un no sé qué, que me recorría como un escalofrío.
Mi yerno intensifica su mirada sobre mí.
Moví la cabeza en señal de desaprobación, acompañada de una sonrisa nerviosa, pero dentro de mí algo se despertaba. Mi hija completamente ajena a lo que sucedía, seguía insistiendo: Ven mamá siéntate a mi lado, O mejor aún métete al agua; no tienes nada de qué preocuparte.
Yo no sabía cómo explicarle que no era solo el traje de baño, ni las miradas ajenas las que me hacían sentir diferente. Era la mirada de su esposo, esa que había captado al inicio, y que en lugar de desvanecerse cuando lo descubrí, solo se había vuelto más insistente, más provocadora.
Su forma de observarme no era inocente, y mi Yerno lo sabía. El agua en la piscina parecía invitarme, como una forma de escapar, de hundirme en su frescura y evitar todo lo que sucedía afuera, pero no podía moverme. Me sentía atrapada, no por el lugar, sino por esa mirada de mi Yerno que no me soltaba.