Mi esposo estaba parado frente a mí, con las manos enterradas en los bolsillos de su chaqueta vieja. Tambaleándose levemente, con los ojos vidriosos y sus mejillas enrojecidas por el vino, parecía estar sumergido en una niebla espesa. Esa misma chaqueta que alguna vez me había fascinado porque era la prenda que usaba en nuestras primeras citas, ahora era una versión ajada y rota de lo que solíamos ser.
No traía nada más que su presencia desaliñada, y ese olor inconfundible de todos los fines de semana. Mis ojos bajaron hacia sus bolsillos vacíos, carentes incluso de la más mínima basura. Ni una moneda suelta, Ni siquiera el papel arrugado de algún recibo. Ese vacío me caló en lo más profundo, era el reflejo de lo que nuestra relación se había convertido. Yo estaba ya llegando al límite de mi paciencia, una que había estirado como un hilo demasiado tenso, a punto de romperse.
Mi Esposo tenía como costumbre llegar siempre así.
Cada fin de semana era lo mismo: mi esposo regresaba tarde y bajo el efecto del vino, con palabras entrecortadas y promesas vagas que al día siguiente olvidaba. Y nunca traía nada para la casa. No era tanto lo material lo que me dolía, sino la ausencia de esfuerzo, el desinterés evidente que ya ni siquiera intentaba disimular.
Le miré con una mezcla de tristeza y resignación mientras él apenas podía sostener la mirada. Solté un suspiro profundo, dejando escapar el peso acumulado de semanas de frustración. Cariño, ¿acaso dejaste de quererme?, ¿Por qué te portas así conmigo?, O es que… ¿hice algo que tú consideras que debo pagar?
Él, en su tambaleo borracho, soltó una pequeña risa nerviosa, como si mis palabras fueran una broma que no comprendía del todo. Hizo un gesto con las manos, como si intentara decirme algo importante, pero solo logró hacer que sus pies tropezaran con el borde de la alfombra. Por un momento pensé que caería al suelo, pero logró recuperar el equilibrio con un torpe movimiento. Su sonrisa era hueca, vacía de la calidez que alguna vez había visto en él. Apreté mis puños, intentando controlar las lágrimas que amenazaban con brotar.
Mi Esposo pone de escusa esto.
Tranquila cariño, me dio mi esposo; mañana veo qué hago, es que creo que recomendé mi billetera con mi ahijado. El dolor en mi pecho se transformó rápidamente en una mezcla de rabia y desesperación. Lo miré, con los ojos empañados por la incredulidad. En que tú estás cariño, Si tu ahijado es igual que tú… Mejor ve y duérmete, yo veré qué hacer.
Sentí un nudo formarse en mi garganta mientras cerraba la puerta tras él. Me quedé quieta, con la mano aún en la manija de la puerta, observando el pasillo oscuro que conducía a nuestra habitación. Las luces de la cocina seguían encendidas, iluminando la mesa donde había dejado un plato con el almuerzo frío y sin tocar. Como cada fin de semana.
Mi esposo se durmió y yo hice esto.
Decidí ir a cobrar unos centavos que me debía una señora a la que le había lavado la ropa unos días atrás. El tintineo de las monedas en el bolsillo de mi delantal me acompañaba, marcando un ritmo que hacía eco en mi mente, recordándome la precariedad de mi situación. Mientras caminaba, perdí la noción del tiempo, hasta que una voz alegre interrumpió mis pensamientos. ¡Amiga!, me dijo y la reconocí al instante. Era mi mejor amiga, ella que siempre tan efusiva y curiosa, con su manera despreocupada de saludar a cualquiera que se cruzara en su camino.
Me detuve y le sonreí, aunque una parte de mí deseaba seguir adelante sin detenerme a conversar. ¡Oye, tengo noticias para ti!, exclamó, y su sonrisa se amplió mientras se acercaba rápidamente, mientras su falda revoloteaba con cada paso. Adivina quién volvió ayer a su casa.
Mi mejor amiga me recuerda un viejo amor.
¿Quién?, le dije con tono neutral, sin querer parecer demasiado interesada. ¡Aquel uno!, respondió ella, como si fuera la respuesta más obvia del mundo—. ¡Sí, el mismo, aquel que hasta lloraba por tí! Ha vuelto y ¡vieras qué casa la que construyó!, Impresionante, te lo juro. Pero lo mejor de todo, es que sigue soltero y me ha preguntado por ti.
La información cayó sobre mí como una gota de agua fría. Sentí un ligero escalofrío recorrerme la espalda, pero lo disimulé con un gesto de indiferencia. ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?, le respondí secamente, mirando hacia otro lado como si la conversación me fuera indiferente. Yo sabía a quién se refería, pues no había forma de olvidarlo.
Mi amiga me miró con una ceja alzada, con su sonrisa juguetona, mientras sus ojos parecían leerme. Uy, pero parece que estás en tus días, dijo tratando de suavizar la situación. No te pongas así, solo era una noticia. Suspiré dándome cuenta de que estaba siendo más brusca de lo necesario.
Perdona no quise ofenderte, dije con tono más suave, intentando calmarme. Al final de cuentas, mi amiga no tenía la culpa de lo que a mí me pasaba. Ella me sonrió con alivio, sacudiendo la cabeza como si todo aquello no fuera más que una simple broma. En todo caso, dijo, volviendo a su tono despreocupado, nunca le hiciste caso a él.
Mi Esposo no sabe lo que yo hago
Aunque siendo sincera, creo que más de una te envidiaba por haber tenido su atención. Miré hacia el suelo, con una leve sonrisa amarga. En aquel entonces, su atención había sido un peso que prefería no cargar, y ahora… bueno, ahora todo era distinto.
Y menos ahora que estoy casada, añadí rápidamente, queriendo cerrar el tema de una vez por todas. Juntada querrás decir, corrigió, con ese tono tan suyo, entre broma y verdad. No quería entrar en discusiones sobre mi vida conyugal, especialmente no con mi amiga, que parecía tener una opinión, sobre todo. Bueno como sea, repliqué evitando sus ojos, el asunto es que ya tengo pareja.
No es por nada, comenzó de nuevo bajando la voz, pero parece que no lo tuvieras. No te vayas a molestar conmigo, pero la verdad es que no te da una buena vida. Mis manos se apretaron en los pliegues de mi delantal, sintiendo las telas ásperas entre mis dedos. Una parte de mí quería gritarle que no sabía nada, que no tenía idea de lo que yo vivía día a día. Pero la otra parte, la más racional, me obligó a tragarme las palabras.