Al ver a mi Esposo sentado al borde de la cama, envuelto en el suave resplandor de la mañana, Sus ojos estaban fijos en mí, pero había algo en su expresión que no terminaba de reconocer. Era como si mi presencia lo llevara a algún pensamiento profundo, uno que dudaba compartir. El camisón resbaló por mis hombros, cayendo con suavidad hasta la cintura, mientras me enfundaba en la camiseta de algodón que había dejado al borde de la cama la noche anterior.
Me preparaba para salir al pasillo y bajar a la cocina, lista para preparar el desayuno, cuando el peso de su mirada persistente me detuvo. ¿Estás bien?, le pregunté a mi Marido tratando de romper el silencio pesado que se cernía sobre nosotros. Y con una mirada pícara dije: O ¿quieres un poco más?, mi voz sonaba ligera, casi como una broma, intentando arrancarle alguna respuesta.
Mi Esposo con una sonrisa, apenas un esbozo que se dibujó en sus labios. Pero sus ojos no cambiaron; seguían oscuros como si estuvieran atrapados en algún pensamiento profundo. No estoy bien cariño, respondió con suavidad. Solo pensaba en algo que quiero que hagamos. Esas palabras se deslizaron en el aire, pero su tono me dejó un leve nudo en el estómago. No podía adivinar si lo que proponía era una idea simple o el inicio de algo más.
Su mano se extendió, y con un leve gesto me invitó a sentarme a su lado. Vacilé un segundo, sorprendida por la intensidad de su expresión, antes de acercarme y sentarme junto a él. Noté cómo exhalaba lentamente, como si estuviera reuniendo el valor para hablar, y tomé su mano entre las mías en silencio. ¿Qué es lo que quieres que hagamos?, murmuré mirándolo a los ojos, deseando encontrar en ellos alguna respuesta.
Mi Esposo me sugiere esto
Cariño ya no quiero seguir aquí, me dijo en voz baja sin mirarme directamente a los ojos. Es que a veces me da vergüenza, La verdad es que tu mamá no se porta tan bien que digamos, y tú no me dejarás mentir. Lo escuché decirlo y sentí cómo mi piel se erizaba, como si una ráfaga de frío recorriera el ambiente cálido de nuestra habitación. Me resultaba desconcertante oírlo hablar así de mi madre. Con cada palabra, trataba de sondear sus intenciones. Sabía que mi esposo no aprobaba el estilo de vida de mi madre; esa libertad con la que ella vivía no encajaba con sus costumbres más conservadoras.
Pero nunca lo había escuchado expresarlo tan abiertamente. Solo paseando y de fiesta en fiesta con sus amigas se mantiene, y siento que todos en la vecindad saben lo que hace, añadió sin disimular su incomodidad. Ahí fue cuando algo dentro de mí se tensó. Sentí que sus palabras no solo eran una queja, sino que también escondían una crítica velada hacia mí, hacia mi tolerancia. Lo miré con esa mezcla de sorpresa e incredulidad que da el sentirse atacada sin saber exactamente de dónde viene el golpe. ¿Y qué es eso que a ti te avergüenza?, pregunté tratando de mantener mi voz firme, sin dar espacio a ninguna debilidad.
Él se quedó callado un momento, como si no esperara que lo enfrentara de esa manera. Lo observé mientras intentaba responder, pero sus ojos vagaban por la habitación, evitando encontrarse con los míos. Me atreví a presionar un poco más, aunque el miedo al conflicto y a la verdad se mezclaba en mi pecho.
Defendí a mi Madre de lo que mi Esposo piensa.
Porque que yo sepa, mi madre tiene derecho a vivir su vida, además no veo que esté haciendo algo indebido. Y si lo estuviera haciendo… ¿quiénes somos nosotros para decirle lo que puede y lo que no puede hacer? Noté que sus facciones cambiaban, que apretaba los labios, como si mi postura lo incomodara aún más. Después de todo, él siempre había sido alguien reservado, acostumbrado a la estructura y el orden. Y mi madre con su espíritu libre, le resultaba difícil de aceptar. Pero eso no justificaba el tono de desprecio que escondía su voz. Entonces dejé caer la pregunta que realmente me carcomía.
Mi Esposo me pronone ir a vivir a casa de mi Suegro.
“Y si nos vamos… ¿tienes tú un lugar listo para que nos vayamos a vivir?”, le pregunté, esperando otra respuesta, algo distinto a lo que temía. “Pues…nos vamos a casa de mis padres,” respondió con una serenidad que me crispó la piel.
“¿A casa de tus padres?”, “Ay no cariño. Vamos a salir de aquí para irnos a otro lugar igual… no creo que avancemos con eso.” Mi voz sonó quebradiza, casi desesperada y supe que lo notó. “Porque tú bien sabes cómo es tu padre, hasta hoy no ha dejado la vida que llevaba de joven… sus fiestas, sus amigos y no digamos sus… aventuras.” Porque si se trata de comparar, lo que a ti te molesta de mi madre, no es comparado con lo que tu padre es.
Él desvió la mirada incómoda, y frunció el ceño. “Sí pero recuerda que él es hombre,” respondió con ese tono inexpresivo que usaba cada vez que sentía que se tambaleaba la comodidad de su vida. “No pierde tanto como la mujer, no es lo mismo así es que no hay que comparar.” No pude evitar soltar una risa amarga, Era como si no escuchara ni comprendiera una palabra de lo que decía.
“Cómo no…tú y tus juicios sin fundamento,” murmuré con la garganta apretada. “¿Por qué tienes que complicarlo todo?”, preguntó casi en un susurro. “Mi padre puede ayudarnos, podemos vivir ahí sin preocuparnos por la renta.” “¿Eso es lo que quieres?”, le dije, mientras lo miré con los brazos cruzados. “¿Vivir con ellos… tener siempre sus opiniones sobre nuestras decisiones? Porque yo quiero un lugar en el que podamos decidir por nosotros mismos, sin tener a alguien diciéndonos lo que deberíamos o no hacer.”
Decidí no hecharle más leña al fuego.
Él se pasó una mano por el cabello, “no es tan sencillo… No tenemos dinero para un lugar propio. Mi padre puede ser rudo, y todo lo que tú digas, pero… es mi padre. Apreté los labios, sintiendo que mis palabras quedaban atrapadas en la garganta. Pero y acaso de la que tú hablas no es mi madre, además ella nunca nos ha pedio un solo centavo de renta. Pero luego pensé que si continuaba insistiendo, todo terminaría en una discusión inútil. Sabes voy a ir a prepararte el desayuno y me pongo a preparar mis maletas, le dije y me marché.
El recibimiento de mi Suegro en su casa.
Cuando mi suegro abrió la puerta, la visión me golpeó de inmediato: su cabello estaba alborotado, y los ojos rojos parecían una mezcla de cansancio y desvelo. El aroma del vino todavía se arrastraba por el aire, un vestigio de su última noche de copas. Me extendió un breve gesto con la mano, sin más contacto que un toque en mi hombro. Mi esposo recibió un apretón de manos firme y respetuoso, como si aquel cansancio no existiera.
“Pasen adelante”, dijo con voz áspera tratando de sonreír. “Y disculpen que no los reciba con un abrazo, pero creo que el perfume que traigo encima no es del todo… amigable”. El comentario irónico y con un tinte de vergüenza, hizo que mi esposo le diera unas palmaditas en el hombro, mientras yo le sonreía en un intento por restarle importancia.
“Qué bueno que estén aquí”, continuó mi suegro, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura. “Hace tiempo que este lugar los esperaba. Me alegra que vengan a ocuparlo ahora, cuando aún estoy aquí para recibirlos”. Su tono de voz tenía una mezcla extraña, algo que no logré descifrar del todo. ¿Era nostalgia?, o ¿Tal vez un toque de resignación? En ese momento, su hija bajó las escaleras, moviéndose con un entusiasmo que parecía iluminar el ambiente.
Mi Cuñada me da la bienvenida de esta forma.
Su cabello suelto y brillante, enmarcaba un rostro que reflejaba una alegría genuina. Sin dudarlo corrió hacia su hermano, lo abrazó con fuerza y después, se volvió hacia mí con una sonrisa tan cálida que me sentí, por un instante, bienvenida en una manera más íntima de lo que había sentido en mucho tiempo.
“¡Ven conmigo!” dijo mi cuñada con entusiasmo mientras tomaba una de mis maletas. “Te voy a mostrar el cuarto donde te vas a quedar.” Había una chispa en su mirada, como si estuviera ansiosa por compartir algún secreto, o tal vez porque quería mostrarme un rincón de su mundo. Mientras subíamos las escaleras, me miró de arriba abajo, examinando cada detalle de mi vestido. “Está precioso tu vestido”, comentó con tono apreciativo.
“A ver si me dices dónde lo compraste, quiero uno igual”. Me reí aliviada de tener un momento de ligereza después de la bienvenida algo densa. “No creo”, le respondí entre risas, porque terminaremos pareciendo gemelas. Se carcajeó, y su risa fue como una ráfaga de aire fresco que disipó el aroma a vino que parecía invadir la casa. “Tienes razón”, admitió, “Aunque ¿a quién le importa? Te quiero como a una hermana, así que no me molestaría”. En su sonrisa había una ternura que se sentía sincera, un reflejo de cariño sin reservas.