Mi Esposo me abandono en casa de mi Suegro, pero yo nunca imagine que mi Suegro hiciera esto conmigo. Suegro, ¿y usted sería capaz de hacerle eso a su mujer?, pregunté con la voz teñida de un tono juguetón, ladeando la cabeza mientras mis ojos se clavaban en los suyos. Sentada en el sillón, me recosté un poco más, dejando que la luz acariciara la tela de mi blusa de seda, esa que escogí con esmero para que los botones estratégicamente abrochados fueran un límite difuso, entre la insinuación y el recato. Mi falda, larga y ajustada, marcaba cada curva como una declaración silenciosa.
Mi Suegro que hasta ese momento había estado revisando unos documentos, levantó la mirada y se quedó inmóvil. Sus pupilas se dilataron ligeramente, y su boca se abrió apenas, como si las palabras fueran prisioneras en su garganta. Me di cuenta de cómo tragaba, su nuez subiendo y bajando despacio, un gesto tan humano y vulnerable que casi me hizo reír. Pues… para qué voy a mentirte, dijo mi Suegro al fin, con su voz quebrándose en el borde del silencio.
Si me encuentro con alguien mejor que ella, creo que sí lo haría. Me incliné un poco hacia adelante, moviéndome de forma que el aroma de mi perfume floral llenara el aire. Y vi como los ojos de mi Suegro me siguieron, recorriendo cada línea de mi figura sin pudor. ¿Y qué tendría que tener esa mujer para que usted se fije en ella?, volví a preguntar, haciendo que mi tono de voz se volviera más suave, casi como un susurro que flotaba entre nosotros.
Mi suegro hizo esto conmigo
Por un segundo, sus ojos parecieron escudriñar mi alma, bajando y subiendo de manera descarada y nerviosa. El tiempo se detuvo, y el ruido de un reloj en la pared marcaba cada latido en mis oídos. No lo sé…respondió mi Suegro, y con una sonrisa ladeada que no llegó a sus ojos. La verdad es que no me he puesto a pensar en eso, añadió, aunque el brillo en su mirada decía lo contrario. El calor entre nosotros se rompió de golpe cuando se escucharon pasos firmes acercándose. Mi suegra apareció en la puerta, su figura rígida, envuelta en una bata de un azul apagado que parecía reflejar su temperamento.
Mi Suegra me hace esto.
¿Y tú qué haces arreglada así?, me preguntó, con esa voz que parecía un látigo disfrazado de preocupación. Su mirada me destapó con una mezcla de reproche y recelo. Solté un suspiro contenido y levanté la barbilla, sintiendo cómo la irritación se arrastraba por mi piel como un hormigueo. Era el mismo comentario de siempre, la misma crítica disfrazada de preocupación que me envolvía en una red de control.
¿Y para qué quiere usted que yo me cuide tanto suegra?, respondí levantándome y enfrentando su mirada con una mezcla de desafío y agotamiento. Si acaso no ve que por andar tapada por todos lados, mi marido ahora anda con otra. La sorpresa se pintó en su rostro como una sombra oscura. Y ella sin poder aguantarse dijo: sí, pero ha de ser porque tú no hiciese algo bien, además mi hijo no está aquí así es que no hables de él. Aún estaba en su casa, porque mi Suegro me había pedido que me quedará.
Y pues yo tenía la esperanza de que mi marido volviera arrepentido. Y sinceramente hasta este momento yo no tenía ni idea de que terminaría en los brazos fuertes de mi Suegro. Y para que tengas un poco más de claridad te cuento como empezó todo esto. Aquella noche parecía sacada de una pesadilla. La penumbra del estacionamiento apenas se iluminaba con las luces intermitentes de los autos y el zumbido distante de la ciudad. Cuando salí del restaurante, mi mirada fue atrapada por una escena que me dejó helada: mi marido estaba de pie, riendo despreocupadamente junto a la hija de la mejor amiga de mi Suegra
Vi a mi esposo con la otra y mi Suegro me ayudo
Pero eso no me dijo nada, y sin que ellos se dieran cuenta me quedé un momento a ver si venían hacía mí. Cuándo derrepente vi que él la tomó de la cintura y la besó apasionadamente. Nunca la joven me había hecho nada, pero que ya detestaba con cada fibra de mi ser. Era como si el tiempo se ralentizara, los sonidos se ahogaran en mi cabeza, y la única música que escuchaba era el frenético latido de mi corazón.
Mis pasos resonaron como martillazos cuando me acerqué. Sin embargo, antes de que pudiera alzar la voz, sentí los brazos de mi suegro rodeando mi cintura, firmes pero no bruscos, impidiendo que diera un paso más. El calor de su abrazo contrastaba con el hielo que sentía en mi pecho. Quería gritar, maldecir, pero la voz se me ahogó en un sollozo ahogado. Por favor cálmate, me susurró al oído con un tono grave, entre la súplica y la orden. Yo forcejeé, ignorando las miradas curiosas de los transeúntes.
Mi blusa, que hasta entonces había estado cerrada al cuello, se desgarró en el forcejeo, y de inmediato sentí el aire frío sobre mi piel expuesta. Todo ocurrió en un instante; mi mirada se cruzó con la de mi suegro y noté algo que no esperaba: una chispa que encendió sus ojos, fija, inamovible, cargada de una tensión que no comprendí en ese momento.
Me recompuse y agradeci a mi Suegro.
Gracias ya estoy bien, le dije sacudiéndome, sintiendo un rubor de vergüenza teñir mis mejillas. Su mirada se apartó con una lentitud calculada, mientras él se quitaba la chaqueta y me la ponía encima. El roce de su mano en la mía fue casi imperceptible, pero suficiente para provocar un estremecimiento que sacudió mi rabia y la convirtió en algo más confuso, más inquietante.
Mientras mi marido corría, ajeno a todo, yo me quedé ahí en medio del caos, observando cómo la silueta de mi suegro se erguía sólida frente a mí. Sin decir palabra, abrió la puerta del auto y me invitó a subir con un gesto. En ese momento no imaginaba que días después, esos brazos que ahora me contenían de manera protectora, me acogerían de una forma que nunca creí posible. El camino de regreso fue un silencio pesado, solo interrumpido por el murmullo de la radio y el motor ronroneante. La chaqueta olía a cedro y a algo más, un aroma que me envolvía y me hacía sentir, por primera vez en mucho tiempo, protegida.
Mi mente estaba dividida: una parte ardía aún de rabia, la otra se dejaba arrastrar por la idea de un consuelo inesperado, uno que aunque no lo sabía, cambiaría todo. Fue esta la razón por la que mi Marido no estaba en casa viviendo conmigo. Mi Suegra no se quedó tranquila con lo que le dije. La tensión en la sala era casi palpable, como un humo denso que dificultaba la respiración.
Mi Suegra me miraba como a una enemiga.
Mi suegra, con su delantal arrugado y una expresión que mezclaba furia e incomprensión, me miraba de reojo mientras yo trataba de mantener la compostura. No era la primera vez que sus críticas mordaces y suspiros exagerados me taladraban los oídos, pero aquel día, sus palabras habían cruzado una línea. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue la repentina intervención de mi suegro.
“Ya basta mujer, ya déjala, ¿no ves que ella está pasando por algo difícil?” Su voz, generalmente tranquila y moderada, había adoptado un tono inusualmente cortante. Las manos le temblaban, y sus nudillos se habían puesto blancos al aferrarse al respaldo de la silla. La sorpresa fue compartida; los ojos de mi suegra, oscuros y penetrantes, se abrieron por un segundo, antes de volver a entrecerrarse con una chispa de rencor.
Mi Suegro llamó a la cordura a mi Suegra.
“¿Ponte a pensar?”, continuó mi Suegro, dando un paso al frente. “Si fueras tú a quien le hubieran hecho lo que a ella, ¿cómo reaccionarías?” El silencio que siguió fue pesado. Sentí mi corazón golpear mi pecho como un tambor desaforado, y de pronto, mis manos no supieron qué hacer. Las entrelacé nerviosamente, bajando la mirada al suelo para evitar el cruce de miradas cargadas de veneno y justificaciones.
“No veo nada malo en su vestimenta”, insistió mi Suegro, y un rubor cálido me subió al rostro. Sabía que mi atuendo, aunque sencillo, había causado revuelo, un trapo que parecía cargar con todo el juicio de la casa. “Sales a la calle y eso es lo normal.”
Mi suegra bufó, cruzándose de brazos y lanzando su réplica con un desprecio calculado. “Como no el señor, pues sigue dándole alas, a ver cómo termina. O es que más bien tú tienes otros planes con ella.” El estallido fue instantáneo. Mi suegro golpeó la mesa con tal fuerza que el florero que reposaba en su centro tambaleó, y dejó caer una gota de agua que corrió lenta por el borde.
“¡Ya cállate mujer que lo que dices no tiene sentido!”, tronó, y el eco de sus palabras resonó en la sala, empujando el aire cargado hasta hacerlo casi irrespirable. Sus ojos usualmente calmados, ahora se hundían en una furia que nadie reconocía.
Nunca había visto a mi Suegro así.
La sorpresa era mutua, no recordaba haber visto a mi suegro perder la compostura de esa manera. pero por dentro sentí algo distinto, pues mi suegro me estaba defendiendo de tal manera, que yo no sabía ni que pensar, o como agradecérselo. Mientras el silencio volvía a envolver la escena, él añadió con un susurro cargado de amargura: “Solo digo que tú debes ser más comprensiva. Si fuera tu hija, ¿qué le dirías? ¿Acaso no le aconsejarías que se arreglara mejor, para intentar recuperar a su marido?
Aunque sinceramente, creo que ella merece algo mejor que nuestro hijo”. Su confesión flotó en el aire, como una revelación que tardaría en asentarse. Mi suegra parpadeó, su expresión congelada en un rictus de incredulidad y rabia contenida. En un movimiento rápido y sin mirar a nadie más, mi suegra giró sobre sus talones y se dirigió a la cocina. El sonido de la maceta al ser empujada con un golpe seco me hizo dar un respingo; un eco de frustración que selló la conversación con un definitivo punto final.
Antes de desaparecer por la puerta, se detuvo un instante y giró la cabeza hacia mí. Sus ojos, cansados y cargados de una rabia insondable, me miraron como quien ve a una enemiga. “Bueno dijo mi Suegro, este plato ya se rompió. Así que cada quien a sus labores”, dejó el periódico en la mesita del centro y se marchó.
Mi mejor amiga y yo, y mi suegro llego.
Al ver que no había paz en la casa, con cada palabra arrojada al aire como un dardo envenenado, y el eco de las puertas cerrándose de golpe, decidí que era mejor salir. Mi corazón latía desbocado, y el nudo en mi garganta no me dejaba respirar. Tomé mi abrigo y me envolví en él, como si eso pudiera protegerme de la realidad. Afuera el ambiente era frío, pero agradecí el escalofrío que recorrió mi piel; al menos me hizo sentir viva, aunque solo fuera un momento.
No había caminado mucho cuando vi a mi mejor amiga. Ella venía con su cabello castaño ondeando bajo las luces amarillentas de las farolas, me reconoció al instante. Sus ojos, que siempre habían sido afilados y perspicaces, me estudiaron con una mezcla de compasión y preocupación. “Sabes amiga, no sé lo que estás sintiendo, ni mucho menos lo que estás pasando”, dijo con una sinceridad que perforó mi muro de silencio. “Pero tu rostro… está devastado”. Traté de sonreír, pero el gesto murió en mis labios.