El aire en la sala estaba cargado de voces y risas, un bullicio típico de reuniones familiares. La lámpara de araña colgaba en el centro del techo, iluminando con su luz cálida la estancia donde todos nos habíamos acomodado para la foto. La gran mesa del comedor, ahora despejada, reflejaba el destello dorado de los candelabros, y en las paredes, los retratos antiguos de la familia parecían observarnos desde el pasado.
Me encontraba entre mi Cuñada y mi Suegro, con la espalda prácticamente pegada a la pared. No había mucho espacio para moverme, así que traté de acomodarme sin llamar demasiado la atención. Mi esposo, con la cámara en mano, se paseaba de un lado a otro buscando el mejor ángulo. Me había recogido el pelo en un chongo alto, con algunos mechones sueltos que caían a los lados de mi rostro. Mi blusa, de tela ligera, se aferraba a mi cuerpo de una manera que parecía desafiarme con cada movimiento, como si luchara por contener lo que la naturaleza me había dado de sobra.
La delgada cadenita que colgaba de mi cuello se deslizaba entre el generoso escote, perdiéndose en la profundidad de mi piel, llamando sin querer la atención de cualquiera que se detuviera a mirar. Mi suegro es un hombre alto, de complexión robusta, con una presencia que imponía sin esfuerzo. No tenía que esforzarse para inclinar la cabeza o disimular un vistazo furtivo.
Mi suegro me miraba de tal manera que me erizó la piel.
Desde su altura, su mirada caía justo donde la tela de mi blusa se tensaba sin remedio. Yo lo noté, Lo noté en la forma en que cada cierto tiempo sus ojos volvían a posarse en mí, con una insistencia que no podía pasar desapercibida. No era una mirada casual, No era una de esas miradas pasajeras que uno finge no notar por cortesía. No, para nada, sino más bien era algo más.
Algo que me recorría la piel como un roce invisible, algo que me hacía sentir un cosquilleo incómodo en la nuca, una advertencia silenciosa que se traducía en un escalofrío inesperado. Apreté los labios, fingiendo que no lo había visto, que no lo había sentido; pero el hormigueo en mi piel me delataba. Mis manos jugueteaban con el borde de mi blusa, en un intento inconsciente de cubrir lo que era imposible ocultar.
Me pregunté si debía moverme, hacer algo para romper el momento. Pero justo cuando lo pensé, sentí nuevamente su mirada. Y esta vez, cuando alcé la vista nuestros ojos se encontraron. Él no parecía avergonzado ni sorprendido de haber sido descubierto. Al contrario, sus labios se curvaron apenas en una sonrisa leve y ambigua, que me dejó sin aire por un instante. Yo tragué saliva y aparté la vista, fingiendo estar interesada en cualquier otra cosa. Pero en el fondo, sabía que aquel instante no había sido casual.
Mi Esposo interrumpe mis pensamientos.
¡Vamos acomódense bien!, dijo mi Marido con entusiasmo mientras ajustaba el enfoque. Mi Suegro se inclinó ligeramente hacia mí. Sentí el roce de su brazo contra mi costado, pero en un primer instante pensé que había sido accidental. No dije nada, mantener la armonía en la familia era lo más importante, especialmente en un momento así. Pero entonces, con una sutileza imperceptible para los demás, lo sentí moverse de nuevo.
Su brazo firme y cálido, rozó con mayor intención lo que la naturaleza me regaló. Un escalofrío me recorrió la espalda, y mi respiración se volvió más pesada. Mi primer instinto fue apartarme, pero estaba atrapada entre su cuerpo, mi cuñada y la pared. Mi mirada se dirigió a mi Esposo, que seguía ocupado con la cámara, completamente ajeno a lo que ocurría. Me mordí el labio, tratando de mantener la calma, de no reaccionar bruscamente, de no hacer una escena en medio de todos.
¡Ahora sí sonrían!, exclamó mi marido logrando el encuadre perfecto. En ese instante, vi a mi suegro esbozar una sonrisa casi imperceptible. No era la sonrisa de la emoción familiar, ni la de alguien que simplemente disfrutaba la foto. Era una expresión que encerraba algo más. El obturador de la cámara se disparó, y en el parpadeo del flash, me pregunté si alguien más habría notado lo que estaba sucediendo.
Mi suegro se sienta frente a mí con esta intención.
El aroma del guiso recién servido flotaba en el aire, mezclándose con el sonido de los cubiertos chocando suavemente contra los platos. La mesa estaba puesta con esmero: un mantel blanco con bordados antiguos, copas de cristal que reflejaban la luz del mediodía, y un centro de mesa con flores frescas que mi suegra había colocado con dedicación. Todo parecía en orden, pero yo sentía que el ambiente estaba lejos de ser tranquilo.
Me acomodé en mi asiento, sintiendo una ligera incomodidad al notar que mi suegro se sentaba justo frente a mí. Sabía que no era casualidad, Él había elegido ese lugar a propósito, asegurándose de que nuestras miradas se cruzaran inevitablemente. Yo no sabía dónde posar mis ojos. Si mirarlo de frente mostrando indiferencia, o simplemente desviar la vista hacia mi plato y fingir que la tensión que se respiraba en el aire no era real. Pero él, en cambio, parecía ajeno a todo, relajado, conversando con naturalidad como si nada sucediera.
Pásame la sal nuerita, dijo de pronto, con una voz tranquila, pero con un matiz en su tono que me hizo contener la respiración. Asentí sin decir nada y estiré la mano para alcanzarle el salero. Pero en el momento en que lo tomó, sus dedos rozaron los míos con una lentitud calculada, deteniéndose apenas un segundo más de lo necesario. Un calor extraño subió por mi brazo, como una corriente que me tensó los músculos.
Mi Esposo habla bien de mí ante mi Suegro.
Levanté la vista rápidamente, y ahí estaba él, observándome con esos ojos pícaros, con esa expresión que solo yo podía interpretar. Gracias nuerita, qué bueno tener a una mujer tan colaboradora y dispuesta siempre a todo, murmuró con una sonrisa apenas perceptible. Tragué saliva y bajé la mirada al plato. Ya ves papá, dijo mi esposo con orgullo, yo les dije desde el principio que ella es una gran mujer.
Me alegra que tú, papá, no tengas queja de ella. Porque verdad que es toda una princesa y muy bonita mi Mujer. Mi suegro no respondió de inmediato. En cambio, tomó la sal con calma, dándole vueltas entre los dedos, como si estuviera saboreando el momento antes de dar una respuesta. Claro que sí hijo, seguro que es una muy buena mujer, respondió finalmente, sin apartar los ojos de mí.
Y No tengo ninguna queja con ella. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Pero lo peor estaba por venir. Apenas mi esposo terminó de hablar, una sensación extraña bajo la mesa me alertó. Un roce ligero contra mi tobillo, una presión sutil que no debía estar ahí. Mi corazón comenzó a latir más fuerte cuando entendí lo que estaba pasando. Los pies de mi suegro me buscaban, deslizándose con cautela, tocando apenas la piel expuesta de mis piernas.
Mi Suegro hace esto y yo no sabía que hacer.
El calor subió a mi rostro y en un impulso de rechazo, levanté el pie con fuerza para apartarlo. Pero mi puntería falló y en lugar de golpear a mi suegro, sentí cómo mi zapato impactaba directamente en los pies de mi suegra. Ella pegó un pequeño brinco en su asiento. ¡Ay!, exclamó sorprendida llevándose una mano al pecho. ¿Qué les pasa?, ¿Quién me golpeó? Todos nos quedamos en silencio. Mi esposo la miró con confusión.
Yo sentí que la sangre me abandonaba el rostro. Mi suegro en cambio, se limitó a levantar una ceja con una sonrisa oculta en la comisura de los labios. Nos miramos entre todos, fingiendo sorpresa, como si ninguno supiera quién había sido. Pero yo sabía la verdad, Y lo peor de todo es que él también lo sabía. Y en ese momento algo pasó en mí, no sé qué fue exactamente lo que despertó en mí. Tal vez fue la osadía, el descaro con el que mi Suegro se atrevía a buscarme incluso en presencia de mi esposo.
O quizás fue la emoción prohibida de saber que jugábamos con fuego, de que todo podía volverse un caos en cualquier momento. Lo cierto es que empecé a sentirle sabor al juego peligroso. Al roce intencional de su piel contra la mía. A la forma en que sus ojos me recorrían con descaro, sin preocuparse siquiera por disimular. Como si el riesgo de ser descubiertos añadiera un atractivo perverso a la situación.
No podía negarlo, yo sabía lo que mi Suegro quería.
Sabía perfectamente lo que él quería, porque qué más iba a querer con esa actitud. Sus gestos eran calculados, medidos, hechos con la experiencia de alguien que no se anda con rodeos. Y aunque me decía a mí misma que debía poner un alto, que aquello estaba mal, no podía negar que mi suegro era un hombre atractivo. Muy atractivo, quizá igual como mí esposo. Si bien mi Marido es un buen hombre, siempre había sido demasiado pasivo, demasiado dependiente de sus padres.
Entonces un pensamiento cruzó mi mente con una intensidad perturbadora. ¿Y si que tal qué…?, No, no no, Me sacudí la cabeza rápidamente, tratando de borrar la imagen que se estaba formando en mi mente. ¿Qué estás pensando mujer?, me reprendí a mí misma. Eso no fue lo que me enseñaron mis padres. Crecí con valores y con principios. Me educaron para ser una mujer de bien, para respetar mi matrimonio, para honrar a mi esposo y a su familia.
No para dejarme arrastrar por pensamientos indecentes por la emoción fugaz de un deseo prohibido. Respiré hondo, tratando de calmarme. Pero las palabras que vinieron después solo hicieron que todo se revolviera aún más en mi interior. “Mi esposo es un gran hombre”, lo pensé con convicción. No podía negarlo, Pero…No hacía nada por sí solo. No tomaba decisiones sin consultarlas con su madre. No movía un dedo sin la aprobación de su padre. Y en ese momento, me di cuenta de algo inquietante: quizás en ese hogar, la verdadera autoridad no era él, sino su padre.