Mi suegro tomó la decisión de llevarnos a vivir a su casa. La razón era obvia y contundente: mi esposo, aquel hombre que había prometido protegerme y sostenerme, se había acomodado en una apatía que no parecía tener fin. Mi suegro, un hombre imponente y de carácter resuelto, estaba cansado de observar cómo su único hijo desperdiciaba su vida y arrastraba la mía con él. Desde la muerte de su esposa, mi suegro había sido madre y padre a la vez, y el lazo con mi esposo era inquebrantable
Pero lo que más llamaba la atención era su presencia. Aún en sus cuarenta y pocos, su cuerpo era firme, trabajado por años de esfuerzo y dedicación, con hombros anchos y una mirada oscura que hablaba de determinación. Había algo en él que inspiraba respeto, y secretamente hacía tambalear los cimientos de mi serenidad.
Cuando llegamos a su casa, un cúmulo de emociones se mezclaron en mi pecho. La casa, grande y rodeada de un jardín cuidado al detalle, se erguía como un refugio y una prisión al mismo tiempo. No pasaron muchos días antes de que mi rutina se transformara en una serie de encuentros silenciosos, cargados de una tensión que al principio me negué a reconocer. Era imposible ignorar la forma en que sus ojos me seguían cuando creía que no lo notaba, o cómo su voz grave resonaba en mi pecho cuando hablaba.
La primera vez que tuvimos una conversación fue una noche, después de que mi esposo se durmiera en el sofá, exhausto por otra de sus tardes desperdiciadas con la televisión y sus tragos, salí al jardín en busca de aire. La luna proyectaba sombras danzantes en el césped y mientras abrazaba la brisa fresca, escuché el crujido de pasos detrás de mí.
Mi Suegro se acercó para esto.
—No puedes dormir —dijo la voz de mi suegro, interrumpiendo mis pensamientos. Me giré lentamente, encontrándome con su figura a escasos metros. Vestía una camiseta que marcaba el contorno de sus músculos y jeans que caían con un aire despreocupado. Su cercanía me desarmaba, y en el silencio de la noche, las distancias parecían reducirse a un suspiro.
No, no puedo dormir, respondí. Se acercó un paso, y mi respiración se aceleró antes de que pudiera detenerla. Entonces, sus ojos, aquellos que siempre me miraban con una mezcla de preocupación y algo más que nunca había querido nombrar, se clavaron en los míos. A veces me pregunto si entiendes lo que mereces, dijo con su tono bajo pero firme. Y antes de que pudiera preguntar qué significaba eso, su mano rozó mi mejilla, un gesto lento y seguro que hizo que cada fibra de mi ser se estremeciera. El roce fue apenas un susurro, pero incendió mi piel.
Los ojos de mi suegro se movían con una habilidad que me erizaba la piel, como si fueran capaces de atravesar cada capa de mi ser, y revelar secretos que ni yo misma sabía que guardaba. Sus pupilas se desplazaban, calculadoras, de mis tobillos a mi cuello, haciendo pausas apenas perceptibles, pero que mi cuerpo percibía como pulsos eléctricos. No sé qué pasa con este muchacho, dijo con su voz grave y envolvente, pero veo que está ciego.
Tragué saliva, porque mi garganta se secó y se tensó. Sus palabras, pronunciadas con una lentitud calculada, cayeron sobre mí como un desafío. Mis manos nerviosas jugaron con el borde de mi vestido, mientras lo miraba con timidez. Como una corderita frente a un lobo feroz
Mi Suegro me confiesa esto.
El leve crujir de las hojas secas bajo sus pasos se sumó a la sinfonía inquietante que componían mi respiración acelerada. Si yo hubiera tenido la oportunidad que él tiene de tener a una mujer como tú… —dijo, y sus ojos se detuvieron en los míos, desarmándome de cualquier defensa—, velaría por darte todo, sin que te hiciera falta nada, y mucho menos mi presencia. Ocuparía mi tiempo en ser tu abrigo y tu consuelo, y no me despegaría de ti ni un momento.
El peso de su mirada me mantenía clavada en el suelo, como si estuviera atrapada bajo una tormenta que no podía ver pero que sentía recorrerme de pies a cabeza. No era la primera vez que me encontraba a solas con él, pero jamás había experimentado algo tan palpable, tan irremediablemente seductor y peligroso al mismo tiempo.
Vi cómo tragaba saliva, su nuez de Adán moviéndose en un gesto que solo intensificó la tensión en mi pecho. Su lengua, lenta y deliberada, humedeció sus labios antes de que continuara hablando. Una chispa de algo oscuro y oculto brillaba en sus ojos, y mis propias emociones se debatían entre la lo que no es y un anhelo prohibido que latía contra mi razón.
—Ya sabes —añadió en un murmullo que apenas superó el crujir de las hojas al dar un paso. Cualquier cosa que necesites, no dudes en pedírmelo; estoy aquí para ti. Recuerda que es lo que sea.
Mi Esposo no sabe lo que mi Suegro me dijo
Entré nuevamente a la casa en busca de mi Marido. Estaba sentada al lado de mi marido en el sofá, con la tenue luz del televisor iluminando apenas nuestros rostros. El reloj en la pared marcaba las diez y media de la noche, y el sonido monótono del ventilador rompía el pesado silencio que se había instalado entre nosotros. Él dormía profundamente, su respiración pesada y arrítmica, mientras yo contemplaba el techo, absorta en pensamientos que no debía tener.
La casa, con sus paredes desgastadas y las cortinas que no lograban ocultar el brillo de las luces de la calle, me parecía más una jaula que un hogar. El roce del sofá bajo mis dedos se volvía un recordatorio de todo lo que había sacrificado. Me pregunté, como tantas veces, si esto era realmente lo que quería para mi vida. Y la certeza de la respuesta se clavó en mí como una espina.
De pronto, un murmullo me hizo salir de mi ensueño. Él, mi Esposo se movió, con sus ojos apenas abiertos buscando los míos con una expresión que aún me era familiar. «Cariño, vámonos para la habitación», dijo con la voz arrastrada por el sueño y los rastros del vino que había consumido. Sin decir nada, me levanté y lo seguí, como un autómata.
La habitación olía a un dulce amargo que me recordaba a las noches interminables de promesas rotas. Me dejé caer en la cama sin siquiera cambiarme, mirando el techo como si allí pudiera hallar una salida. Pero entonces sentí su mano en mi cintura, un contacto que solía ser tierno, pero que ahora me provocaba un escalofrío.
Mi Esposo quería y yo no.
“No quiero nada, no ahora”, murmuré con mi voz apenas un susurro que él decidió ignorar. Su aliento impregnado de vino rozó mi mejilla, y el peso de su cuerpo fue como una losa. Eres mi mujer; y tienes que estar siempre dispuesta cuando yo quiera”, su voz se endureció, y antes de que pudiera apartarme, se lanzó sobre mí. La habitación se llenó de sonidos entrecortados: el crujir de las sábanas, mi respiración rápida y el golpeteo de la ventana movida por el viento. Forcejeé, mis manos empujando contra su pecho, hasta que logré apartarlo con un último esfuerzo.
Me incorporé de golpe, el pulso me latía desbocado en mis sienes. Sin pensar, lo empujé con más fuerza de la necesaria, y él cayó de espaldas, riendo con una carcajada hueca que me heló la sangre. Se quedó tendido, con los ojos entrecerrados y una sonrisa torcida, como si todo fuera parte de un juego. El aire de la habitación se volvió irrespirable.
Salí tambaleándome hacia la cocina, los pies descalzos golpeando el frío suelo de cerámica. Abrí la puerta del refrigerador, buscando la calma en el vaso de agua que temblaba entre mis dedos.
Mi Suegro y yo en la cocina.
A la mañana siguiente, apenas un rayo de sol atravesaba las cortinas mal cerradas, mi esposo ya estaba a medio camino hacia su oficina, llevándose consigo la tensión de la noche anterior y dejándome un vacío de emociones que aún palpitaban en mi pecho. Me levanté con pasos lentos, y sentí la frialdad matutina envolviéndome como un recordatorio de la frágil frontera entre la calma y el caos.
Cuando llegué a la cocina, el aroma del café recién hecho y el chisporroteo del sartén me hicieron detenerme. Allí estaba él, mi suegro, con su figura robusta y mirada firme, ya vestido con su camisa de cuadros y un delantal que llevaba estampadas pequeñas flores. Sus manos se movían con precisión mientras colocaba los cubiertos sobre la mesa de madera.
—Buenos días suegro —dije tratando de que mi voz no traicionara el nudo en mi garganta. —Adelante, buenos días —respondió con un tono que a pesar de su calidez, llevaba una nota de escrutinio. Se giró y extendió su mano hacia la estufa, donde un sartén de hierro desprendía el aroma salado de los huevos revueltos, y la olla mantenía tibios los frijoles refritos. Me observó con una sonrisa ligera en los labios, pero sus ojos mostraban un destello calculador que hizo que mi piel se erizara.
Mi Suegro prepara el desayuno.
—Allí tienes el desayuno listo, Espero que te guste —dijo sin despegar su mirada de la mía. No estaba acostumbrada a tanta atención, y la idea de sentarme a esa mesa, bajo su mirada persistente, me dejaba sin palabras. Vamos, siéntate y sírvete, Luego te arreglas un poco, agregó, y al hacerlo, sus ojos descendieron con sutileza por mi cabello desordenado. Sonrió de lado, con un gesto casi imperceptible que insinuaba un pensamiento más profundo—.
Parece que tuviste una noche… movida. La sangre subió a mis mejillas con un calor que quemaba, y sentí la necesidad urgente de encontrar un espejo. Al girarme, vi mi reflejo en el aparador; mi cabello, un nido de ondas enredadas, era un testimonio silencioso de una noche de forcejeos y palabras envenenadas que nadie más entendería.
Gracias suegro, pero creo que a partir de ahora, yo me encargaré de la cocina, logré decir con un intento de firmeza, aunque la voz temblaba con el peso de lo no dicho. Nada de eso muchacha, nada de eso —respondió, y su tono fue firme como un cerrojo—. Vamos a repartir responsabilidades. Yo prepararé siempre los desayunos, y tú te encargas del almuerzo, y la cena Cada quien verá qué come.
La forma de ser de mi Suegro me desarmaba
Había algo en su insistencia, una mezcla de control y ternura que me desarmaba. Me obligué a mantener la compostura mientras su sonrisa ensanchaba las líneas de su rostro curtido. —¿Qué te parece? —preguntó, y un silencio espeso se extendió entre nosotros. Pues suegro, me… me parece bien, contesté bajando la vista al suelo, donde mis pies temblaban ligeramente.
Frente a mí, mi suegro jugaba con la cuchara, girándola entre los dedos con una lentitud que apenas disimulaba su incomodidad. —Oye, y ¿qué fue lo que pasó anoche? —preguntó al fin, rompiendo la tensión con una voz tan neutral que me hizo dudar por un momento si realmente quería saber la respuesta. Su mirada, sin embargo, era directa y penetrante.
Notaba un leve temblor en sus labios, una pequeña señal de que lo que había escuchado la noche anterior le había afectado. No quiero que pienses que estoy espiando o metiéndome en lo que no me importa —continuó mi suegro, bajando la voz un poco—. Porque si es porque ustedes tienen sus asuntos…tú sabes asuntos aquellos, pues no me digas nada. Pero si hay alguna dificultad, es bueno que hables, quizá pueda ayudarte.