El eco de mis tacones resonó en la sala, un golpeteo firme contra las losetas frías que despertaba a los rincones dormidos de la casa. Acomodé el espejo de la pared con un roce ligero, inclinando el rostro para revisar el maquillaje que había esculpido con esmero esa tarde. Los labios, de un rojo profundo, se curvaron en una sonrisa de satisfacción. La tela de mi vestido se ceñía a mi silueta con la misma complicidad de un amante furtivo.
Justo en ese instante, la voz de mi yerno irrumpió en la sala con su tono medio socarrón, medio seductor. ¿Y adónde tan elegante suegra?, preguntó desde el marco de la puerta, apoyándose con una displicencia calculada. Levanté la mirada y me tomé un segundo para responder. Sabía que mi atuendo llamaba la atención, pero no esperaba que fuera precisamente él quien lo hiciera notar de esa manera.
No pues ya sabes, creo que es momento de quitarme un poco el polvo de encima, respondí con una media sonrisa, ajustando la hebilla dorada de mi bolso. Su risa, breve y grave, llenó el aire como el tintineo de un vaso contra la madera de la mesa. Sus ojos recorrieron mi figura con la seguridad de quien se sabe atractivo y peligroso. Luego, arqueando las cejas, murmuró entre dientes, lo suficiente alto para que lo escuchara, pero con la intención de hacerlo parecer un pensamiento fugaz: Más bien a echarse uno va…
Lo que mi Yerno dijo me encendió.
Sentí una chispa de picardía recorriéndome el cuerpo, pero me mantuve firme. ¿Cómo dijiste Yerno? Él sacudió la cabeza con fingida inocencia y sonrió, una sonrisa lenta, de esas que hacen temblar la moral. Nada suegrita, nada… dijo, deslizando una mano por su cabello oscuro. Lo único que digo es que usted va toda una reina… Y la verdad, si yo no fuera su yerno, no dudaría en ayudarla a sacudir todo ese polvo, y aceitar todo aquello que ya se está oxidando.
El descaro en su voz me hizo soltar una carcajada coqueta, de esas que no se planean pero se sienten en la boca del estómago. Cállate tú, le solté entre risas, dándole un ligero manotazo en el brazo. Pero él no se detuvo, o qué suegra, no me diga que no se le ha antojado un taquito de aquello… porque ya tiene usted sus buenos años sin nada de nada. Un calor inesperado me subió por el cuello, y justo cuando la conversación estaba tomando un rumbo que desafiaba cualquier norma familiar, la voz de mi hija irrumpió desde el pasillo con el mismo tono mordaz de su padre.
Oye mamá, ¿y tú qué?, ¿La señora encontró quién le bata el chocolate o qué? El aire se congeló por un segundo, pero no estaba dispuesta a darle el gusto de verme titubear. Me enderecé, lancé una última mirada a mi yerno, que seguía con su sonrisa de lobo, y con la misma elegancia con la que había entrado, tomé mi bolso y lo acomodé sobre mi hombro. Ay no, mejor nos vemos al rato, dije con ligereza, dejando que el aroma de mi perfume flotara en el aire mientras salía por la puerta, con el eco de sus risas siguiéndome como una promesa latente.
la cita con mis amigas.
Llegué al lugar en que tenía que reunirme con mis amigas. El tintineo de las cucharillas contra las tazas de porcelana se mezclaba con el murmullo constante de la cafetería. La máquina de espresso resoplaba al fondo, liberando una nube de vapor que impregnaba el aire con el aroma a café recién molido. Afuera, la tarde se iba apagando lentamente, y el reflejo anaranjado del sol teñía los ventanales con un resplandor cálido y nostálgico.
Nosotras, las de siempre, ocupábamos la misma mesa junto a la ventana, con el mantel de cuadros y el florero diminuto con margaritas marchitas, como si el tiempo no nos hubiera movido de ahí en años. Los cafés humeaban frente a nosotras, y entre sorbos y risas, la conversación tomó un giro inesperado cuando una de mis amigas, con su mirada pícara y su voz llena de complicidad, preguntó: A ver chicas… ¿qué es lo más vergonzoso que han hecho y que todavía les pone la piel de gallina cuando lo recuerdan?
Mi Yerno ocupo mi mente.
Nos miramos unas a otras con esa mezcla de curiosidad y temor a ser las primeras en soltar la lengua. Pero fue la otra amiga, la más desinhibida del grupo, quien rompió el hielo con una carcajada escandalosa. Ay no, ustedes no están preparadas para lo que voy a contar, dijo revolviendo el café con demasiada insistencia, como si intentara revolver también su propia vergüenza. ¡Cuenta ya!, insistimos en coro. Ella se acomodó en la silla, alisó la falda con las manos y con una sonrisa traviesa, confesó: Cuando tenía diecinueve años, me enamoré perdidamente de un hombre mayor.
Y la verdad, no me aguanté y un día me lancé a besarlo… pero, ¡ay Dios mío! Mi nariz me traicionó en el momento exacto, y terminé embarrándole las mejillas de… bueno ya saben ustedes. El estruendo de nuestras carcajadas hizo voltear a varios clientes en la cafetería. Yo me llevé la servilleta a los ojos, secándome las lágrimas de la risa, mientras mi otra amiga daba palmadas en la mesa, intentando recuperar el aliento.
¡No puede ser qué horror!, dijo entre resoplidos. Te juro que hasta el día de hoy, cada vez que lo veo, siento que me va a preguntar si ya me limpié la nariz, añadió ella cubriéndose el rostro de la vergüenza revivida. La risa fue menguando hasta convertirse en pequeñas carcajadas aisladas. Entonces, las dos giraron sus rostros hacia mí, con la expectativa brillando en sus ojos.
La pregunta que me llevó apensar en mi Yerno.
¿Y tú?, preguntó una de ellas con una ceja arqueada. ¿Qué es eso que hiciste que te avergüenza tanto? Sentí un escalofrío en la espalda, como si mi propio secreto me recorriera la piel. No era algo que hubiera hecho, pero el solo pensarlo me sonrojaba. Bañé mis labios en el borde de la taza y solté un suspiro que se llevó con él mi última defensa. Pues… hay algo que no he hecho, pero que solo de imaginarlo me da vergüenza.
Las dos se inclinaron hacia adelante, como si el misterio estuviera a punto de revelarse en un susurro prohibido. ¡Uy se enamoró la mujer!, dijo una de ellas, dándome un codazo en el brazo. Pero a ver mujer, cuenta, ¿quién es? Bajé la mirada y con la yema del dedo tracé líneas invisibles sobre el mantel. La imagen apareció en mi mente con la claridad de un relámpago: la forma en que su camisa se ceñía a su cuerpo, la manera en que sus labios curvaban palabras con doble sentido, la voz grave que se filtraba en mi pecho cuando pronunciaba mi nombre con aquella confianza descarada.
Tomé aire y me enderecé en la silla, sintiendo el calor subir por mi cuello. Pues…creo que es algo que yo mantendré en secreto, dije evadiendo las miradas inquisitivas. Es un hombre que está muy lejos, es un imposible, alguien que no está a mi alcance. ¡Ay mujer, no le pongas tanto color a la cosa!, ¿Quién es? Mis labios se entreabrieron, mi corazón tamborileaba en mi pecho…