El trato de mi marido conmigo había cambiado de una forma tan sutil y progresiva, que cuando me di cuenta de que ya no era el adecuado, el daño estaba hecho. Las palabras frías, las miradas que evitaban encontrarse con las mías, y las noches interminables en las que la soledad compartía mi cama, me llevaron a tomar una decisión que nunca pensé que tendría que tomar. Así fue como me encontré empaquetando mis pertenencias, dejando atrás una casa que había sido mía por tanto tiempo, para mudarme a casa de mi yerno y mi hija. La bienvenida fue cálida, mi yerno siempre amable y dispuesto, me abrió las puertas de su hogar con una sonrisa que en ese momento, me pareció simplemente hospitalaria. Mi hija, ocupada con su trabajo y el cuidado de los niños, parecía aliviada de tenerme cerca, y yo me aferré a la idea de que este nuevo comienzo sería positivo para todos.
Pero algo cambió en la atmósfera de esa casa, casi imperceptible al principio, como una brisa que trae consigo el aroma de la tormenta antes de que ésta estalle. Noté que mi yerno, aunque cortés, comenzó a mirarme de una manera que no era la de un simple yerno hacia su suegra. Sus ojos antes neutrales, ahora se detenían en mí un segundo más de lo necesario, como si buscaran algo más allá de lo evidente. Eran miradas que me descubrían, que me recorrían con una intensidad que no se podía ignorar. Y no te voy a mentir, porque eso me halagaba. Soy una mujer que a pesar de los años, conserva lo suyo. No es vanidad, es simple realidad. Mi reflejo en el espejo me lo confirma cada día cuando me arreglo por la mañana. La luz que se filtra por las cortinas acaricia mi piel, y me devuelve una imagen de alguien que ha vivido, sí, pero que todavía tiene mucho que ofrecer. Mis curvas, suavizadas por el tiempo, pero aún presentes, y mis ojos que aunque han visto mucho, no han perdido el brillo. No soy diferente a cualquier otra mujer de mi edad, pero tampoco soy invisible.
La convivencia diaria hizo que la relación entre mi yerno y yo se volviera más cercana de lo que debería. Las conversaciones pasaron de lo superficial a lo íntimo, de lo casual a lo comprometedor. Recuerdo una tarde en particular, cuando estábamos solos en la sala. La casa estaba en silencio, excepto por el suave zumbido del ventilador en la esquina, y el tictac del reloj que marcaba el tiempo con una precisión que casi me resultaba cruel. Estábamos sentados en el sofá, con la televisión encendida más como un ruido de fondo, que como un entretenimiento real. Mi yerno sin apartar la vista de la pantalla, deslizó su mano sobre la mía, y la chispa que había estado latente entre nosotros prendió fuego. El sofá, que hasta entonces había sido un simple mueble, se convirtió en un escenario de emociones encontradas. Sentí el calor de su mano y el peso de su mirada, que aunque seguía en la pantalla, claramente estaba enfocada en mí. Mi corazón latía con fuerza, y el sonido del ventilador pareció aumentar de intensidad, casi ahogando el tictac del reloj. Sabía que lo que estaba sucediendo era incorrecto, pero una parte de mí no quería detenerlo.
La primera vez que estuvimos juntos fue rápida, casi frenética, como si ambos supiéramos que estábamos cruzando una línea de la que no habría retorno. Su toque era distinto al de mi marido, más urgente y más comprometida. El sofá rechinó bajo nuestro peso, mientras el ventilador continuó zumbando, ajeno a la tormenta que se desataba en esa sala. Cuando todo terminó, nos quedamos en silencio, y el aire se quedó cargado con la electricidad de lo prohibido. Pero lo que comenzó como una chispa, se convirtió en un incendio que no podía ser apagado. Mi yerno, cada día que pasaba, se mostraba más atento, más necesitado de mi compañía que de la de mi hija. Sus excusas para estar cerca de mí se volvieron más frecuentes, y eventualmente innecesarias. Era como si el mundo que nos rodeaba se hubiera desvanecido, dejando solo nuestra complicidad y el deseo que crecía entre nosotros. Mi hija, mi pobre hija ajena a todo, continuaba su rutina, confiando en que su madre estaba ahí para apoyarla, sin imaginar el abismo que se abría a sus pies. Cada vez que veía a mi yerno acercarse a mí con esa mirada que ahora conocía tan bien, sentía una mezcla de culpa y placer que me corroía por dentro. Sabía que estábamos jugando con fuego, pero la atracción y el deseo, era más fuerte que cualquier consideración moral.