Mi yerno y mi hija llegaron a visitarme, trayendo consigo la calidez de su presencia que siempre iluminaba mi hogar. El saludo fue efusivo, los abrazos apretados y las sonrisas sinceras. Mi hija, con ese gesto que heredó de su padre, me entregó un vestido que le había pedido prestado. Era un detalle simple, pero me hizo sentir cuidada y querida. La noche avanzó y el eco de nuestros pasos se convirtió en susurros mientras cada quien se retiraba a descansar.
Las luces de la casa se apagaron una a una, dejando la sala en penumbra y al pasillo envuelto en sombras. Un silencio espeso se instaló en el ambiente, interrumpido solo por el crujido ocasional de la madera vieja del piso. Desperté horas más tarde con la necesidad de ir al baño. Moví las sábanas con cuidado, intentando no hacer demasiado ruido.
La casa, tan llena de vida durante el día, se había convertido en un espacio casi desconocido, donde cada rincón parecida guardar un susurro olvidado. Al pasar por el pasillo, mi atención fue capturada por la puerta entreabierta de la habitación de invitados. La oscuridad me impidió ver claramente, pero podía distinguir las figuras de mi hija y mi yerno, sentados en el borde de la cama.
Mi Yerno habla de esta manera.
Cariño disculpa, no fue mi intención empujar con fuerza, dijo mi hija en un tono apagado, cargado de tensión. Es que tienes que entender que no puedo hacerlo aquí, continuó ella, con su voz temblando levemente. Esta fue la habitación que mis padres usaron cuando aún mi padre vivía. Solo que mi madre decidió convertirla en la de invitados, para no recordar a mi padre. El silencio que siguió se prolongó como un latido contenido, hasta que la voz de mi yerno irrumpió, baja pero firme: Pues por eso es que yo quisiera que fuera aquí, porque así nos imaginamos que somos ellos.
El aire se tensó de inmediato, y hasta el eco de las palabras parecía pesado, oscureciendo la habitación más de lo que la falta de luz podía. Un escalofrío me recorrió la espalda al escuchar la rápida respuesta de mi hija. ¿Cómo vas a pensar eso?, dijo ella con incredulidad y un dejo de enojo. No puedo creer que estés diciendo que quieres imaginarte que yo soy mi madre. Se produjo un silencio que parecía dilatar el tiempo. Podía imaginar el entrelazar de miradas, y la tensión contenida en los gestos.
Pero lo hiciste, respondió ella cortante y firme; Ahora te quedas en el piso. El sonido sordo de una cobija y una almohada cayendo al suelo se arrastró hasta mis oídos, como un eco que se alargaba en la oscuridad. No fui capaz de dar un paso más. La situación me había robado el aire, el latir de mi corazón ensordecía mis pensamientos y me paralizó la voluntad. La necesidad de ir al baño se disolvió entre la incomodidad y la conmoción.
Me refugie en mi Habitación después de escuchar a mi yerno decir esto.
Di media vuelta, con pasos lentos y un nudo en la garganta, y regresé a mi habitación. Al cerrar la puerta tras de mí, la oscuridad de mi cuarto se volvió un refugio, pero también una celda. Me recosté sin encender la luz, con los ojos fijos en el techo que apenas distinguía. Los fragmentos de la conversación que acababa de escuchar seguían flotando en mi mente, como un rompecabezas imposible de armar, donde cada pieza era un reflejo de secretos y anhelos nunca sospechados.
Mi Yerno me hace esto en la cocina.
Al amanecer me dirigí a la cocina en busca de un vaso de agua, intentando despejar mi mente de la discusión que había teñido la noche unas horas antes, con una sombra amarga. De pronto, un escalofrío recorrió mi espalda. Un calor inesperado se coló por detrás de mí, envolviéndome. Antes de que pudiera reaccionar, sentí el roce de unos brazos firmes abrazándome desde la espalda. Su contacto fue lento y cuidadoso, Mi cuerpo se tensó al instante, mientras su aliento cálido y marcado por un sutil aroma a vino tinto, rozaba la piel sensible de mi nuca.
Cariño ya se te pasó el enojo, susurró una voz suave, con una dulzura que llevaba el peso de la embriaguez. Era un tono que no conocía, pero que en ese momento resultaba un eco agradable. El aire se espesó en mis pulmones, cada latido de mi corazón resonando como un tambor. Por un instante, todo mi ser se debatió entre la sorpresa y una inexplicable sensación de vulnerabilidad. Giré la cabeza con rapidez, separándome de aquel abrazo que había pasado no solo la distancia física, sino también los límites de lo moral.
¿Pero qué te pasa, ¡Yerno!, ¿Estás bien?, mi voz salió en un susurro cargado de incredulidad, buscando en su rostro una explicación. Sus ojos, de un cafés deslavado por el efecto del vino, se enfocaron lentamente en mí. Por un momento, el desconcierto se pintó en su expresión antes de que la realidad lo golpeara.
Mi Yerno reacciona de esta manera conmigo.
Se llevó una mano a la sien y sacudió la cabeza, como si tratara de despejar la bruma que lo confundía. Perdón suegra…su voz se quebró y bajó la mirada, avergonzado. Pensé que eras mi mujer. La tensión se disolvió en el aire como una niebla al sol, dejando solo el pesado silencio y el latir acelerado de mi corazón. Sin una palabra más, se dio la vuelta tambaleante y se alejó por el pasillo, sus pasos erráticos perdiéndose en la penumbra de la casa.
Me quedé inmóvil, escuchando el eco de su partida mientras el murmullo del reloj volvía a dominar el ambiente. Y Un sinfín de pensamientos y emociones me atravesaron. En el momento entendí la razón de la confusión de mi yerno. El vestido que ahora lucía, un elegante vestido color esmeralda con un corte que abrazaba cada curva con suavidad, era el que yo le pedí prestado a mi hija, para ir a la boda al que estaba invitada. No es que no pudiera permitirse uno nuevo; la verdad es que yo tampoco me preocupé por el asunto hasta la noche anterior. No soy alguien que asista a muchas fiestas, mi vida social quedó relegada a un segundo plano desde que enviudé hace ocho años.
En esto que yo tengo se fijo mi Yerno.
A mis cuarenta, la edad ha sido clemente conmigo. Mis caderas mantenían la misma gracia que tenía a los veinte, y mis piernas parecían esculpidas por un tiempo que había decidido posarse en mi piel de una manera que rozaba la indulgencia. Aquel día, al probarme el vestido, me miré al espejo con una mezcla de sorpresa y nostalgia. La tela se deslizaba sobre mi figura como un secreto bien guardado, y en ese instante, comprendí por qué los ojos de mi yerno habían dejado escapar un destello de incertidumbre cuando me vio.
En eso mi hija irrumpió por el pasillo, con su voz firme, pero con una pizca de fastidio, —¡Y tú, otra vez así! —. Aquellas palabras rebotaron en las paredes como un eco cargado de una preocupación que no entendía del todo. —Ya vete a la habitación y descansa, a ver si se te pasa, porque uy no, ¡qué olor el que traes encima! —. Mi yerno solo dijo: bueno ya voy, luego hablamos.
Al llegar a la sala mi hija me dijo: uy mamita te ves muy bella y hasta te pareces a mí con ese vestido. Me alegra mucho que vayas y te distraigas un momento. Quizá logres pescar algo, dijo y se carcajeó. Al escuchar a mi hija, una mezcla de emociones me atravesó como un relámpago. Me acerqué al espejo del recibidor y observé mi reflejo, algo que había evitado hacer en los últimos meses. Mi hija tenía razón, ese vestido se ajustaba a un cintura, con bordados delicados en las mangas, realzaba mis facciones de una manera que no recordaba haber visto en años.
Mi Hija me dijo esto.
Su risa resonó en la sala, pero yo sentía un eco diferente, uno que venía de tiempos perdidos, de noches en las que esperé a su padre mirando por la ventana, contando las estrellas y rogando que una de ellas le indicara el camino de vuelta a casa. “Ay hija, yo ya no estoy para esas cosas,” repetí, intentando que mi voz sonara tan segura como lo estaba mi corazón de que la época de esos juegos había terminado para mí.
“Hace ya mucho que pasó mi tiempo, porque tú bien sabes que para todo hay tiempo. Yo ya cumplí con lo que tenía que cumplir, nací, crecí y pues ya estás tú… ahora solo me falta lo último; alcanzar a tu padre.” Vi cómo el rostro de mi hija se oscureció un instante, el brillo de sus ojos titubeó como la llama de una vela a punto de apagarse. “Eso no lo digas ni en broma mamá,” dijo con un tono que no logró disimular la preocupación. “Tú eres todavía muy joven para pensar en irte. Mi padre se fue porque se descuidó y no supo administrar la vida que se le concedió.”
Suspiré tratando de aliviar la tensión que sentía acumularse en mi pecho. “Sabes hija,” le dije, “creo que también yo descuidé a tu padre, porque debí ayudarlo. Por eso creo que es necesario que tú ayudes a tu marido. Porque parece que lleva el mismo camino de tu padre. Últimamente está más con sus amigos y con sus copas que contigo.
El Consejo a mi hija
No sé, pero creo que si yo hubiera detenido a tu padre cuando salía, quizá aún estuviera con nosotras.” “No mamá, no es culpa tuya,” dijo acercándose con un ademán suave, sus manos acariciando el borde de mi vestido para ajustar el cuello y esconder la etiqueta rebelde. La suavidad de su toque era un recordatorio de que la vida seguía, de que había manos nuevas que tejían el presente, aunque yo aún luchara con los hilos del pasado.
“Más bien ahora ponte tu mejor loción y ve a disfrutar esa fiesta,” ordenó con un destello de firmeza en sus ojos, esos mismos ojos que reflejaban tanto de él y tanto de mí. La mencionada loción, de aroma a jazmín y sándalo, descansaba en la repisa junto al espejo, su frasco de vidrio bruñido atrapando la luz del atardecer. Al tomarlo en mis manos, un breve temblor recorrió mis dedos, y su fragancia, familiar y nostálgica, invadió el aire.
“Quizá logré pescar algo,” susurré para mí misma, esta vez sin la carga de la ironía, sino con una ligera esperanza que me tomó por sorpresa. Pero lo que nunca pensé fue que quién caería en mi red era mi propio Yerno. O no sé quién pescó a quién, pero de que hubo pesca lo hubo.