No lo PIENSE mucho me dijo mi SUEGRO. | Nunca pensé…

Nunca imaginé que mi suegro sería el protagonista de algo así. Pero, ¿te puedes imaginar todo lo que fue capaz de hacer? La verdad, tiene una fuerza y una habilidad sorprendentes. No me quejo, porque al final todo salió a la perfección… pero déjame contarte cómo sucedió todo.

Los ojos de mi suegro siempre tuvieron algo. Un «no sé qué» que, cada vez que se posaban sobre mí, me helaba la piel y me hacía sentir una extraña incomodidad que no lograba entender. Era como si al mirarme pudiera leer mis pensamientos más ocultos, mis miedos y mis deseos. Y no era la primera vez que me pasaba; no. Pero hoy, algo en el ambiente estaba cargado de una electricidad sutil, como si el aire mismo se estuviera cargando de una tensión incontrolable. Estábamos todos reunidos en el comedor, disfrutando de tarde tranquila, o al menos eso parecía. El helado estaba delicioso, aunque mis manos, como siempre que él me miraba, no estaban tan serenas.

Sentía cómo el helado comenzaba a derretirse con más rapidez de lo que debía, y aunque intentaba mantener la calma, no podía evitar la sensación de que algo estaba por ocurrir, algo que no sabía cómo manejar.  No fue una mirada directa lo que me alteró, sino esa forma en que de reojo, sentí que me observaba.  La piel se puso de gallina, aquella mirada era profunda, como si quisiera descubrir algo más allá de lo que mostraba mi exterior.

Mi Suegro hizo esto cuando derramé el helado.

Mi mano tembló ligeramente, y el helado, que ya había comenzado a derretirse, resbaló y cayó sobre mi escote. Fue un accidente torpe, claro, pero de alguna manera no pude evitar que el rubor se apoderara de mi rostro. ¡Qué vergüenza!, No pude hacer más que intentar reaccionar lo más rápido posible.

Sin embargo, Mi Suegro fue el primero en levantarse, siempre tan educado, tan atento. Pero de alguna manera, el hecho de que se acercara a mí tan rápidamente me dejó sin aliento. Con una suavidad que no esperaba, tomó una servilleta, pero en lugar de dármela, como habría sido lo más lógico, se inclinó hacia mí, casi con un movimiento instintivo.

Su mano se alargó, acercándose demasiado. Yo, en un movimiento casi involuntario, retrocedí un paso atrás, el aire en mis pulmones se volvió espeso, denso, mientras sentía una ola de incomodidad recorrerme.  «Perdón», dijo rápidamente, apartándose un poco, mientras su rostro adoptaba un tono de vergüenza evidente. «No sé ni en qué estaba pensando…

Toma y límpiate», murmuró, y me extendió la servilleta. Su tono era casi una disculpa, pero no pude evitar sentir que había algo más en su mirada, una especie de confusión que no logró disiparse.

No sabía como reaccionar ante mi Suegro.

Mi mano temblaba al tomar la servilleta, más por el descontrol que sentía dentro de mí que por el incidente en sí. El roce fugaz de nuestros dedos, aunque breve, fue como una chispa en un campo seco. Mi corazón latió fuerte, y aunque no lo dije, sentí como si el aire entre nosotros se hubiera cargado de algo que ambos sabíamos, pero ninguno de los dos se atrevía a decir.

Mi marido y su hermano estaban completamente absortos en el partido de fútbol, sus voces se mezclaban con el ruido de la televisión, mientras las imágenes del juego se sucedían a toda velocidad. Se notaba en el ambiente la energía que la competencia traía consigo; ellos, como siempre disfrutaban del momento, ajenos a todo lo que ocurría a su alrededor. Mi suegra, en la cocina, estaba ocupada trayendo más helado para todos, asegurándose de que nadie se quedara sin su porción. 

Mi forma de vestir decía mucho de mí.

Yo me encontraba allí, con el vestido color corinto oscuro que elegí para ese día. Su ajuste era perfecto, ni demasiado ceñido ni demasiado suelto, pero con suficiente elegancia para hacerme sentir especial. El escote, ligeramente pronunciado, dibujaba una línea suave que dejaba entrever lo justo. La tela caía con gracia sobre mi cuerpo, mientras que mi espalda quedaba parcialmente descubierta, como una invitación discreta a la mirada sin ser evidente. Mi cabello recogido en un chongo alto resaltaba aún más el diseño del vestido, y los pequeños aretes en forma de media luna, del mismo tono, completaban la imagen.

Me levanté para tomar otra servilleta que había quedado sobre la mesa, y sin pensarlo demasiado me dirigí hacia el espejo de la sala. Necesitaba asegurarme de que todo estuviera en su lugar. Mientras me observaba, noté que una gran mancha de helado se había formado sobre mi escote. Me detuve un momento, sintiendo el frío de la gota sobre mi piel, una sensación extraña que contrastaba con el calor del lugar. 

Comencé a secarme con la servilleta, pero no pude evitar sonrojarme al darme cuenta de lo incómoda que me sentía en ese instante. Fue entonces cuando escuché la voz de mi marido, que sin apartar los ojos de la pantalla, me dijo: “¿Qué te pasó cariño?, Vaya pareces una chiquilla, botando las cosas…

Mi marido no se tanteo conmigo.

Ponte un suéter para que no se vea la mancha, que pronto llegarán mis tíos.”  Además, no sé ni porque te pones esa clase de ropa, si tú ya no eres una joven, ya deberías de cubrirte un poco más.  Porque aunque el vestido este bonito, creo que el maniquí ya no lo es, dijo sin mirarme siquiera. 

 La ligereza de sus palabras, mezclada con esa falta de atención, me hizo sentir una pequeña punzada en el corazón. Como si no fuera suficiente para él, el ver más allá de lo evidente, de lo superficial. Lo que para él era solo un comentario casual, para mí fue algo más profundo, algo que me hizo sentir más invisible que nunca.

Me quedé unos segundos mirando mi reflejo en el espejo, sintiendo una mezcla de desconcierto y frustración. La imagen que veía no era la misma que sentía por dentro. La mujer que estaba frente al espejo no era solo la esposa perfecta, la que cumplía con los estándares de cortesía y familia. Había algo más dentro de mí, una curiosidad oculta, una necesidad de ser vista de una manera distinta. Algo que se despertó en silencio, sin que nadie lo supiera, pero tenía miedo. 

Lo que mi Suegro despertó en mí me dio miedo.

Porque quien había despertado eso en mí, era nada menos que mi Suegro.  Mientras mi marido y su hermano seguían hablando sobre el partido, yo sentí una leve, pero creciente sensación de vacío. Quizá lo que más me molestaba no era la mancha en mi vestido, ni el helado derramado sobre mi piel. Lo que realmente me tocaba era esa falta de mirada, esa desconexión de parte de mi marido. Porque en esa sala, rodeada de ruido y gente, me sentía más sola que nunca.

Decidí ir a la cocina para ver si ayudaba en algo a mi Suegra. Mi suegra, con esa calma que siempre la caracteriza, me miró sonriendo de manera casi maternal.  «Qué bueno que estás aquí,» me dijo mientras se acercaba lentamente, como si nada pudiera perturbar su serenidad. «Mira, ayúdame con preparar las tacitas para el café, solo déjalas listas.

Solo te ruego que no me vayas a botar ninguna, porque son únicas y yo las cuido mucho.»  Asentí sin pensar mucho, como si el ritual de esas tacitas, con su fina porcelana, fuera más importante que cualquier otra cosa. Había algo en la manera en que lo decía, una mezcla entre cariño y posesión, como si esas tacitas fueran más que un simple objeto. Eran en su mundo un símbolo de lo que había pasado antes, de los recuerdos que ella guardaba celosamente. 

Mi Cuñado me propone esto.

Sin embargo, no pude dejar de sentir una cierta incomodidad al estar sola en la cocina, mientras el sonido de los gritos y los aplausos provenientes de la sala llegaban hasta mis oídos. Mi esposo y su hermano, mi cuñado, parecían estar enloquecidos con el partido de fútbol. Los escuchaba a lo lejos, y sin embargo, mi mente no podía evitar pensar en las miradas de mi Suegro, en la manera en que se había acercado para querer ser él, quien me ayudara con el helado derramado.

Estaba tan absorta en el cuidado de las pequeñas tazas que ni siquiera noté la presencia de mi cuñado, hasta que su voz me hizo saltar.  «Oye, no vayas a creer que el vestido no te queda bien,» dijo con una sonrisa burlona, acercándose a mí de manera lenta, como si cada palabra que pronunciara estuviera pensada para desbordar la tensión que comenzaba a formar un nudo en mi pecho.

«Porque sinceramente, estás que revientas de bonita dentro del vestido. No le hagas caso a tu marido, te ves bien bonita.»  Mis manos se tensaron involuntariamente al escuchar su comentario, y sentí cómo una oleada de calor subía por mi cuello. De alguna manera, sus palabras tan directas, y tan llenas de esa picardía que me erizaba la piel, me incomodaron profundamente. Pero no pude evitarlo: una parte de mí también se sintió extrañamente halagada

Yo fingí no enteder lo que mi Cuñado quería decirme.

Había algo en su tono, algo en su mirada, que no supe cómo interpretar, pero que me hizo sentir que había algo más en juego, algo más allá de las bromas.  Entonces me dije a mi misma: qué te pasa mujer, pareces como si estuvieras tan urgida.  No creo yo que no tengas control sobre ti misma, qué es eso de pensar en tu Suegro ya hora en tu cuñado, vaya que si estás torcida mujer.

Su mirada no se apartaba de la mía, y de pronto sus ojos se alargaron volvieron aún más intensos. Sentí que su presencia invadía la cocina, como una sombra que no podía ignorar. «Y si en algún momento necesitas una ayudadita… ya sabes que yo estoy para servirte,» dijo, mientras pasaba la lengua lentamente por sus labios, un gesto que no supe si era un simple hábito o un desafío.  Cállate tú, que necesidad voy a tener yo, le respondí. 

No te hagas sabes bien a lo me refiero, me dijo él con una sonrisa.  Me quedé allí, congelada por un instante, mientras él daba un paso atrás, con su mirada aún fija en la mía, como si esperara una respuesta, aunque no fuera la que realmente deseaba escuchar. Su tono se suavizó, pero algo en el aire había cambiado, como si las palabras no fueran solo eso, sino una invitación a algo más, algo que no podía ni quería definir.

Mi Cuñado suspiró y dijo esto.

«Hay cuñadita… ojalá y se me haga el milagrito,» dijo finalmente, tomando un vaso de agua con una lentitud que me desconcertó aún más, antes de darme la espalda y marcharse hacia la sala, dejándome sola en un mar de pensamientos turbulentos.  El sonido de sus pasos se desvaneció rápidamente, pero su presencia permaneció en el aire, flotando entre la porcelana de las tacitas, entre las sombras de la cocina. Mi respiración se volvió más irregular, y mis manos, temblorosas, casi dejaron caer una de las tacitas que había comenzado a alinear con tanto cuidado.

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