Se Metió con el MARIDO de su HIJA y Esto Pasó

Ay no mamá, ya ni gracia tienes, dijo mi hija con ese tono mezcla de reproche y cariño, que yo conocía tan bien. Apenas pude sostenerme de la puerta de entrada, y ella estaba sentada en la sala junto a su marido, y al verme se levantó para ayudarme. Me sentí descubierta ante sus palabras, expuesta en mis intentos fallidos de revivir un entusiasmo que ya no me pertenecía.  La vi girarse hacia su esposo, mi yerno, con esa confianza que sólo los años pueden otorgar. Él, con su sonrisa siempre presente, que a veces me resultaba tranquilizadora, pero que hoy llevaba un matiz distinto, una chispa en la mirada que no pude descifrar del todo.

Ven cariño y ayúdame, le pidió mi hija con esa naturalidad que la vida en pareja otorga.  Él se acercó a mí, y pude sentir su calor antes de que su mano tocara mi brazo. La sensación de seguridad que me brindó me resultó confusa, como si un extraño confort estuviera desplazando mis propios límites.  ¿Pero qué de malo está haciendo tu mamá?, acaso no tiene ella derecho a divertirse un poco, preguntó él, en un tono que pretendía ser liviano, pero que traía consigo un peso que sólo yo parecía sentir. Su mano se mantuvo firme en mi cintura, y sus dedos, con un toque ligero, se movieron como si estuvieran explorando, como si ese breve contacto significara algo más.

Sí, pero mira que ya ni se pudo poner sus cosas, respondió mi hija, señalando el bolso del que colgaban mis prendas más mías, tú entiendes, aquellas que habían sido desalojadas de lo que horas antes había hecho.  El rubor que había sentido al principio se transformó en un calor incómodo que recorría mi espalda. Eran esas prendas, las que solía usar en mis momentos más privados, ahora expuestas a la vista de mi yerno.  Mi yerno se rio, pero su risa no llegó a sus ojos, y cuando su mirada se cruzó con la mía, un escalofrío me recorrió el cuerpo.  No pues, allí sí que estuvo muy agitada la cosa, dijo con sus palabras resonando con una insinuación que no pude ignorar. Mis piernas flaquearon, y me aferré a él, sintiendo la textura de su camisa bajo mis dedos temblorosos.

Yo sabía que estaba consciente, que mi mente no había perdido su lucidez, pero mis pies parecían no obedecerme, como si las copas que había tomado se hubieran asentado en ellos, impidiéndoles seguir el curso que mi cabeza dictaba. “Es lo que pasa a veces”, pensé, mientras mi respiración se volvía más pesada, “que a algunos el vino les nubla la mente, y a otros se les va a los pies”. Pero cuando sus brazos fuertes me rodearon, sentí un calor distinto, un calor que no provenía del ambiente, sino de algo más profundo, algo que no quería reconocer. 

Con su brazo derecho en mi cintura y el izquierdo sosteniendo mi mano, nos dirigimos hacia mi habitación. Cada paso que daba parecía un paso hacia un abismo de confusión, donde las líneas entre lo correcto y lo indebido se difuminaban. El toque de su mano en mi cintura no era firme, sino que giraba en círculos, y en vez de consuelo, me ofrecía un recordatorio constante de mi vulnerabilidad. Intenté tranquilizarme, diciéndome que todo estaba bien, que solo eran imaginaciones mías, pero el roce de sus manos, que se movían con una familiaridad que no era propia, me hizo dudar.

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